LA METAMORFOSIS
DE SU EXCELENCIA
Desde el corazón
de la Violencia
¿Tiene la Violencia
algo que ver con el ejercicio del poder y la manipulación del Estado por las
élites políticas y económicas? ¿Se concreta parcialmente dicha manipulación en las
acciones y omisiones que un presidente ejerce? ¿Se ofrece ello como una recurrencia
de la historia colombiana que ostenta a lo largo del tiempo nuevas figuras
terroríficas?
Habría que
recorrer despacio y con cautela la historia de la segunda mitad del siglo XX, por
decir lo menos, hasta llegar a nuestros días. Dejo eso a la imaginación del
lector, y ahora le invito a recrear poéticamente aquella Violencia, desde el
magistral cuento de Jorge Zalamea, titulado La
metamorfosis de su Excelencia (1949).
JORGE ZALAMEA
Se trata en este
relato de entrar en la conciencia del presidente de la república (¿Mariano
Ospina? ¿Laureano Gómez? ¿ Gustavo Rojas Pinilla? ¿Alguno otro después de ellos? Usted
dirá, lector o lectora), desde el olor de la muerte que llega a Su Excelencia,
en la época de la Violencia de los años cincuenta. A partir de una visión
puramente cristiana, el presidente es sometido, por obra y gracia del olor, a
una toma de conciencia culposa, sobre su responsabilidad en las matanzas que
acontecen luego de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. Entonces descubre el gobernante, bajo
una sincronización perfecta en las fases narrativas, que el olor a cadaverina
es solo de él, que ese olor ajeno, en todo caso se encuentra en su entraña. Y
simbólicamente ese olor abre su conciencia cristiana, porque él se ve como el
responsable de la ida al infierno de aquellos que mueren en pecado, como
vengadores de sus muertos, en una cadena sin fin de asesinato y venganza.
Pero en un
momento de lucidez y nostalgia, motivado por su desazón y angustia con el olor
a muerte, el presidente recuerda un momento puro de su vida, en su infancia,
cuando lo educaban los jesuitas y él iba a la montaña con sus compañeros de
colegio a bañarse en un lago azul rodeado de olorosos y frescos pinos, que
contrastan con el olor nauseabundo de la cadaverina, y nos hablan de una pureza
perdida irremediablemente.
Llama a su
edecán y a su chofer para que lo lleven allí, y sube a la montaña recordando la
pureza de su infancia. Se desnuda y se lanza hacia el agua que lo acoge en
medio de una noche que descubre a la luna subir por el cielo, siente la pura
frialdad cristalina de ese lago azul. Pero el lago al final queda emponzoñado
por el olor que se desprende del cuerpo del presidente.
De este modo, Su
Excelencia, que se bañó desnudo en el lago azul, y lo enturbia con su cuerpo,
es recogido compasivamente por sus servidores para llevarlo de nuevo a palacio,
metamorfoseado ya en el monstruo que es.
DESCRIPCIÓN
ANALÍTICA DE LA NARRACIÓN
El narrador nos sugiere
en clave cristiana, que las ovejas están desprotegidas por el pastor (Citación
de Ezequiel. 34). Y luego entabla un juego entre olor de la nariz presidencial,
la conciencia del presidente y sus transformaciones corporales y espirituales.
Se trata de hacer una forma poética de la crítica. La acción del presidente es
gobernada por el reconocimiento de un gran hedor: lo siente y le afecta, se
metamorfosea. Al inicio el sujeto presidente supone que el hedor viene de su
acompañante, algún funcionario allí en su despacho presidencial. Pero luego se
despeja esa suposición. El hedor viene del centro del recinto donde oficia el
gobernante, y se esparce por el ambiente mismo, solo él lo siente, pues no nos
ofrecen un dato sobre otra persona que lo perciba. (Versión del cuento en la Antología del Cuento Colombiano, de
Eduardo Pachón Padilla. Plaza y Janés. Bogotá. 1980 - p. 227) Al abrir la ventana
siente, por un instante un lejano olor, y esto muestra que tiene olfato de
bestia (228). Situación que marca un índice hacia el desarrollo futuro del
cuento.
Posteriormente la nariz
se independiza del sujeto corporal (228). Hay una disociación de su existencia
e integridad, por obra de la nariz. (Semejante al cuento de Pinocho. La voz de
la conciencia como un ser que le acompaña, pero aquí es solo un hedor a
cadáver). “Un día cualquiera”, es el inicio de un retroceso temporal en el
cuento:
“Un día cualquiera y
mientras recibía el informe matinal de su secretario, las narices de Su
Excelencia había comenzado a vivir su propia vida” (228). Y se nos explica que
el presidente supone que el hedor provenía de un funcionario o de otro. Pero esta
preocupación se extiende en el tiempo bajo novedades que aparecen. Los olores,
en cursiva y forma de cita, se van transformando, ligado supuestamente, piensa
Su Excelencia, a un director de policía, al presidente de la Corte, o al
capellán de palacio, cada uno con su olor característico. Pero no, se trata en
todos los casos de puro olor a cadaverina. El sujeto presidente aparece en la
búsqueda del final de esa situación extraordinaria; y la ansiedad guía la
metamorfosis, desde lo inusitado de la experiencia. Con los cambios orgánicos
fuertes desde la nariz, su conciencia siente asco de los hombres que se le
acercan. Entonces compara a sus ministros con Circe y sus cerdos (320). Surge con
ello otra significación posible unida al hedor: a su conciencia del olor se
suma la conciencia del poder que le permite disimular. Y el narrador sugiere
una definición parcial de ese poder:
“El natural dominio de
sí mismo y la conciencia del poder –esa extraña fuerza adventicia que
transforma toda personalidad agregándole vicios y virtudes inherentes a tal
conciencia, pero ajenos al sujeto sobre el cual actúa- permitieron a su
Excelencia disimular ante los demás la turbación de sus sentidos. Pero llegó el
momento en que no pudo ya someterse al contacto de otro hombre” (230).
La transformación
implica, frente al asco y ante la gente que lo rodea, que ellos ven cómo cambia
su modo de ser, y ya no es amable el presidente (230). Esto lo aísla como
mandatario (231). La soledad del poder, le llaman. La disociación entre nariz y
sujeto, afecta lo espiritual, y el narrador califica lo espiritual en el
presidente de forma peyorativa. Lo hace con una metáfora sobre el patio de una
casa que apenas tiene sembradas unas pocas legumbres y un capullo místico, eso es lo espiritual en el presidente.
LAUREANO SALE DEL PAÍS - DÉBORA ARANGO
Y de otro lado, la
fuerza olfativa de la nariz, hace meditar a su Excelencia. Es una ironía sobre
la evocación de la muerte en la conciencia del presidente, pues “le vino a Su
Excelencia la manía de pensar en la muerte de los hombres” (231), cada vez de
una forma más amplia, desde sus familiares y amigos, muertes de “primera clase”,
hasta toda la gente de un país, gente “sin nombre, sin rango”. (231). Se extiende la meditación olfativa de
forma clave sobre los muertos, se abre en un círculo amplio. De este modo, la
nariz le avisa, como a Pepe grillo, sobre más y más muertos (231). Entonces la
conciencia del personaje –por obra de su imaginación- deduce que los muertos humildes dejan un
rastro muy fuerte. Es la forma propuesta por el narrador a través de la cual
advierte el presidente su reconocimiento
de la muerte en el país. Es además una muerte que muere varias veces,
hiperbólicamente, y reencarna en los vivos y deudos de esos muertos. (232). Su
pensamiento queda entonces obsesionado por esas imágenes que generan angustia.
Como la imagen del rancho de un ser humilde, que se indica en forma de cita:
“Generalmente, en la
calva colina de un páramo (…) quedaba todavía en pie un trozo de muro de
bahareque, cariado resto de una choza campesina a cuyo precario abrigo formaban
montonera de harapos y costrosas carnes una mujer y un agarrapiñado grupo de
chicuelos”(232).
Luego, al comentar las
revelaciones espirituales de la nariz sobre la conciencia, ironiza el narrador
sobre la posibilidad de que el presidente pudiera parecerse a san Agustín. Y se
aprecia la relación irónica con el imaginario católico en esta parte del cuento,
pues el santo nada tiene que ver con la conciencia de Su Excelencia. Pero
aquello lo puede imaginar el demonio del presidente en su delirio de
megalomanía:
“Nadie hubiese dicho que tuviera nunca Su Excelencia
siquiera ribetes de teólogo y menos aún de místico. Pero el desenfreno de uno
solo de sus sentidos repercutió tan hondamente en su espíritu que, de no
suceder lo que se narrará luego, el horror de la podredumbre, acaso hiciera de
Su Excelencia un nuevo san Agustín” (233).
La situación creada por
la comparación nos conecta la justicia de Dios. Doble culpa sobre matar a un
hombre en pecado y quitarle la oportunidad de redimirse (233). Y conexión de
eso que imagina su Excelencia, con el terror que siente ante la imagen
cristiana del infierno pintado por artistas en el pasado: “obra mía” (…) “seré
yo el exclusivo responsable” (234). Y luego, el gran tema de la venganza: “La
muerte de aquel hombre puede armar la mano de su hijo o de su hermano, quienes,
a su vez, tomarán en venganza la vida de otro hombre, él también en pecado
mortal” (234).Todo esto en conexión con una matanza que él se imagina en
primera persona, es decir que él genera y desencadena.
Viene ahora la visión
imaginaria del infierno. El hedor es del mundo. Y aparece como bestia muerta. Y
hay también olor de ceniza y algo incendiado. ¿Quizás desde el 9 de abril de
1948? Solloza la conciencia presidencial. Comprende que su olor nauseabundo está conectado al olor a cadáver del mundo que él gobierna (“el universo
entero era como una gigantesca bestia desollada y desventurada”). Y al final de
esa página muestra su dignidad rota, y se
une, por fin, la revelación de la nariz con su conciencia, lo cual es muy
importante dentro de la metamorfosis culposa:
“¿Cómo había sido
posible tan miserable histrionismo? ¡Su Excelencia comedianta! ¡Su Excelencia
jugando al escondite consigo misma! ¡Su excelencia atribuyendo a los señores
ministros de Gobierno y Fomento, a sus secretarios, a sus amigos, a sus
subalternos el secreto mal que la roía! ¡Traspasando subrepticiamente a los
otros el hediondo icor de sus propias llagas!” (236).
LA VIOLENCIA - ALEJANDRO OBREGÓN
El olor ahora es su mal. Destilado por él hacia el mundo.
Y entonces al separarse de la gente, lo que deseaba era que no olieran en él ese mal, ese hedor. Pero en la noche, el
viento le trae gritos y sollozos de los perseguidos (236), y también le llega
el olor de un pinar. Y eso le conecta la infancia. Con la inocencia perdida
hace tiempo. El pinar y el pozo azul, los paseos con los jesuitas. Símbolos que
surgen de lo puro y limpio (238). Edén, Agua, Bautismo. Siente Su Excelencia
que ese recuerdo del pozo azul le quitaría
el hedor de la muerte. Y ordena a sus subalternos que lo lleven a ese lugar.
Antes de irse quiere ver a sus hijos, inocentes; pero sintió el olor que le indicó
que venía de él mismo, y supone una contaminación entre él y sus hijos. Por
ello se aleja. Entonces confirma al final, un juicio sobre el amor de los
propios hijos, y el no amor hacia los
hijos de los otros. Todo en la clave cristina de las creencias de su Excelencia
(y de las élites colombianas, digo yo). Todo por medio de su imaginación, y no
por ser moralista o psicólogo. Veía niños ensangrentados, muertos, sufrientes:
“ora veía pasar por un
interminable camino de niebla, en una sola fila, millares de niños en cuyos
aovados rostros no había más facciones que una boca de amoratados labios que
lamía y chupaba desesperadamente un amarillo hueso mondo” (240).
LA REPÚBLICA - DÉBORA ARANGO
Tras esa visión de los
ofendidos y humillados, de los masacrados, Su Excelencia va en el coche, y
pronto, en su rápida huida por la carretera central del norte de Bogotá, llegan
al bosque, él y sus servidores. Ordena que se detengan y evoca su infancia al bajarse
del automóvil, en contraste con las anteriores visiones de terror sobre
infantes (241). Pues el presidente quiere huir de esa imagen de los niños
masacrados que lo atormentaba, destruirla, borrarla. Se mete en el agua como un
penitente. Por un tiempo tuvo risa, infantil y sin miedo. Tuvo paz. La
naturaleza era bella, el cielo estrellado y limpio. Pero ve un incendio a lo
lejos. Huele cenizas que llegan del bosque. Maldición. Al sumergirse en el
agua, también ve que algo arde sobre
el cielo. Parece su infierno, como en
una visión cristiana. Y ahora las aguas están tintas en sangre. Y también
continúa el olor creciente. Parece que él emponzoña todo. El chofer y el edecán
sienten algo raro cuando lo esperan cerca del automóvil, y corren a ver para
encontrar al presidente tirado, aullando, “en cuclillas (…) con el cuello hacia
lo alto (…) y en cuyos ojos rodaba la infinita tristeza de las bestias”. (243).
Metamorfoseado, en un nuevo ser. Gritaba. Como bestia triste. Los sirvientes lo
cubren y auxilian al presidente, se llevan a ese transformado. Aunque la
conciencia parecería ahora extraviada, en la forma de lo monstruoso. En un
delirio cínico que ya no tiene culpa, digo yo, porque el espíritu cristiano de
unos y otros, es solo una pose para enmascarar el ejercicio del terror. Un olor
irremediable pasa por los campos de la Colombia de los años cincuenta, y se
extiende hasta nuestro presente. Aunque el pinar sigue limpio, con la luna
colgada en el cielo. Y la gente sigue soñando con la vida.
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