martes, 1 de marzo de 2011

Una Interpretación Metafísica del Popol Vuh


Guillermo Pérez La Rotta
Universidad del Cauca

Esta lectura del Popol Vuh, propone una interpretación sobre la creación y desarrollo de la civilización humana, y el Encuentro mítico de hombres y dioses, lo cual ocurre a través de símbolos como el sol, el amanecer y el fuego. Dicho encuentro revelaría un sentido metafísico, configurado en la tortuosa vinculación entre el límite humano y la unidad englobante de lo divino. Esta metafísica apunta enigmáticamente al curso histórico de los pueblos descendientes de los Mayas;

 tal  sería el significado, entre otros, del largo viaje de los pueblos que salen a buscar el amanecer, y con ello, hallan nuevamente a sus dioses; en ese acontecer temporal, la creación del fuego, que reproduce modestamente la fuerza vivificante y mortal del sol, supone la vida domesticada, y la necesidad del sacrificio. En su desarrollo cósmico y humano, fuego, lucha y sexualidad serían elementos propiciatorios de aquel sacrificio donde los hombres comulgan dolorosa y gozosamente con la intimidad del mundo, para renovar incesantemente su historicidad desde la fuente primitiva del mito cosmogónico. Hacemos interpolaciones interpretativas con aportes de Artaud (Los Tarahumara), Bataille, (Teoría de la Religión y El erotismo) y Bachelard (Psicoanálisis del fuego).

Palabras clave:
Metafísica, sacrificio, fuego, sexualidad, dioses.


“Lo sagrado es precisamente comparable a la llama que destruye el bosque consumiéndole. Es ese algo contrario a una cosa lo que es el incendio ilimitado, se propaga, irradia calor y luz, inflama y ciega, y aquel a quien inflama y ciega, a su vez, súbitamente, inflama y ciega. El sacrificio abrasa como el sol que lentamente muere de la irradiación pródiga, y en un mundo de individuos, invita a la negación general de los individuos como tales”

Georges Bataille
Creación


Las antiguas historias de los pueblos de América prehispánica se transmitieron originalmente a través de la tradición oral, pero existían también libros pintados, muchos de los cuales, permanecieron ocultos durante toda la Conquista. Existió un libro del Popol Vuh, creado con caracteres pictográficos, que desapareció; sin embargo las leyendas que el libro contenía continuaron transmitiéndose de boca en boca. En el siglo XVI, fue escrito nuevamente el Popol Vuh -Libro de la Comunidad- por un indígena en lengua quiché, expresión que también significa “tierra de muchos árboles”. Aquel manuscrito fue traducido por Fray Francisco Ximénez, el cura doctrinero de Santo Tomás Chuilá, hoy Chichicastenango, hacia el año de 1700. El pueblo Quiché, asentado en la actual Guatemala, es descendiente de los Mayas, que vivieron en la península de Yucatán. 

1. La genealogía divina de los hombres 

Según el texto del Popol Vuh, después de cuatro intentos fallidos de los dioses por generar a los humanos, los primeros hombres creados de maíz fueron: Balam-quitzé, Balam- Acab, Mahucutah y Iqui-Balam. Son ellos los progenitores de todos los otros hombres, finalmente concebidos a imagen y semejanza de los dioses: “Ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra y que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir, los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados”; así se refieren los dioses a su concepción de los hombres. Advertimos pues algo universal: los dioses requieren a los hombres, tienen una conciencia significativa al crear a la humanidad con una intención de reconocimiento que expresa la dimensión del Doble: imagen y semejanza significa la divinidad como creación humana, pero en la forma personalizada y manifiesta de un dios independiente que ama y busca a sus hombres. Esa relación es discernida como finitud-infinitud o perfección-imperfección, para expresar la diferencia entre dioses y hombres sobre la base de una semejanza. El relato testimonia que los dioses hicieron a los primeros hombres tan perfectos como ellos, por eso después corrigieron y les otorgaron ciertos límites.  


Esta comunicación entre lo divino y humano encuentra un marco de referencia que atraviesa todo el texto simbólicamente: el sol y la luna como manifestaciones cósmicas que definen la intrincada aventura divina de creación inteligente y sapiente de los hombres, como astros que expresan la luz y la vida biológica, pero igualmente la autoconciencia realizada por dioses y hombres; así, después de los cuatro intentos fallidos para crear a los hombres, la faz del sol y la luna quedan encubiertas durante mucho tiempo, y el desarrollo posterior del texto implicará que sol, luna y estrellas, surgirán nuevamente después de una confrontación moral y heroica de seres divinos, y se encontrarán, a partir del desarrollo del tercer capítulo, con los nacientes hombres, a través de un largo y esperado amanecer. Vamos a resumir algunos aspectos de las dos primeras partes, para resaltar elementos que hermenéuticamente importan como conexión con aquello que ocurre en la tercera parte. 


Ixbalanqué y Hunahpú fueron dioses que lucharon contra fuerzas encarnadas en un soberbio ser que se llamaba Vucub-Caquix y en sus hijos, y contra el poder de los señores de Xibalbá, hasta triunfar en el mismo momento en que suben al cielo y se asimilan al sol y la luna, pero quedan en suspenso un largo tiempo. Su lucha es un enfrentamiento contra un impostor, Vucub-Caquix, que se presenta como el sol y la luna para el linaje humano, y más ampliamente contra los poderes destructivos y negadores representados en los Señores de Xibalbá; es una lucha entre seres imaginarios que, suponemos, logra crear las condiciones de la vida humana en la tierra a través de la astucia, el juego y el trabajo, y se extiende hasta encontrar nuevamente la salida del sol en un largo amanecer de la humanidad; pero además del simbolismo de esta lucha, es importante su origen, que se aborda de una forma intrincada y progresivamente reveladora. Ixbalanqué y Hunahpú provienen de una lucha anterior de sus padres Hun Hunahpú y Vucub-Hunahpú, contra los señores de Xibalbá, confrontación en la que sucumben, pero crean su descendencia que los seguirá y recordará como génesis. Antes de enterrar el cuerpo de Hun Hunahpú, le cortaron su cabeza y la colgaron de un árbol que nunca daba provecho, el cual finalmente se cubrió de frutos de jícaro. Este prodigio se convirtió en leyenda y una muchacha llamada Ixquic quiso conocer ese árbol. Cuando ella se acercó al árbol una calavera que había allí le escupió saliva y la fecundó. De su vientre nacieron Ixbalanque y Hunahpú. Posteriormente el libro narra las aventuras, resurrecciones y transformaciones mágicas de estos dos personajes, con su abuela que no los reconoce, y sus hermanos que los odian, y frente a los nuevos desafíos que los señores de Xilbalbá les proponen. Pero al contrario de lo que ocurrió a sus padres, en un proceso de astucia y aprendizaje, logran salir avante de todas las pruebas y matan a los señores de Xibalbá, condenando su reino a una vida miserable. Vuelven a encontrar la calavera de su padre colgada del árbol y conversan con él, ensalzando su memoria y génesis para luego subir al cielo y asimilarse al sol y la luna.

2. El encuentro entre Dioses y Hombres

2.1  Creación y procreación

Los episodios del inicio van al encuentro del amanecer que aún se espera en la tercera parte del libro, buscando el entrelazamiento entre el orden de los dioses transformados en luna y sol, con el nacimiento y desarrollo de los hombres. La historia desplegada en los dos primeros libros es la creación de un mundo divino que establece las condiciones de la humanidad, en tanto aparecen nuevamente los astros, crece el maíz, y se crea la memoria.  Conformadas esas condiciones, en la tercera parte otros dioses llamados los Formadores, Tepeu y Gucumutz, crean a los cuatro primeros hombres de maíz, -Balam-Quitzé, Balam-Acab, Muhucutah, Iqui-Acab- diciendo las siguientes palabras: 

“Ha llegado el tiempo del amanecer, de que termine la obra y que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir, los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados; que aparezca el hombre, la humanidad, sobre la superficie de la tierra”. 

Suponemos que el Popol Vuh define con variedad de sentidos la vinculación entre dioses y hombres, pero en la tercera parte resaltamos tres elementos significativos y entrelazados: El viaje de las tribus a la ciudad de Tulán para encontrar a sus dioses, el nacimiento de las relaciones entre hombres y mujeres, y la conquista del fuego. Para abordar ese entrelazamiento primero consideraremos la vinculación entre el límite humano y la divinidad. Una importante manifestación con respecto al rico sentido manifiesto en el símbolo del sol, se aprecia en la ilación que advertimos entre crear, procrear y la esperada salida del sol, que compromete la necesidad cosmogónica de los límites otorgados a los hombres frente a la perfección divina, para encontrar desde esas condiciones, la comunicación entre lo divino y lo humano. Es esencial a los hombres reproducirse, como forma de su limitación y perpetuación, pero a la vez, como posibilidad de comunicación con el orden sagrado encarnado en la naturaleza. Pero la determinación ontológica de ese límite se hace a partir de los poderes divinos, que primero dieron al hombre unas capacidades de conocimiento iguales a las suyas, -con lo cual, se manifiesta el carácter divino del hombre como criatura- y su posterior limitación como un desprendimiento de la misma naturaleza de lo englobante divino, para motivar con ello la experiencia humana como camino y reencuentro con el origen, tanto en el plano histórico, como en el metafísico que se superpone a aquel. Ante la insatisfacción de los dioses por su creación tan perfecta, ellos afirman:

“ No está bien lo que dicen nuestras criaturas, nuestras obras; todo lo saben, lo grande, lo pequeño, dijeron. Y así celebraron consejo nuevamente los Progenitores: -¿Qué haremos ahora con ellos? ¡Que su vista sólo alcance a lo que está cerca, que sólo vean un poco de la faz de la tierra! No está bien lo que dicen. ¿Acaso no son por su naturaleza simples criaturas y hechuras (nuestras)? ¿ Han de ser ellos también dioses? ¿ Y si no se procrean y se multiplican cuando amanezca, cuando salga el sol? ¿Y si no se propagan? Así dijeron.” 

Ante las últimas preguntas, la perplejidad divina encauza el camino a seguir. Por eso es que  inmediatamente después de esta consideración sobre la limitación que hay que otorgar a los hombres frente a lo divino, los dioses generan esa frontera como un “vaho sobre los ojos (...) como cuando se sopla sobre la luna de un espejo”para limitar la vista de los hombres, y luego, recreando ese sentido de ver a través de un velo que impide alcanzar la dimensión de lo infinito pero igualmente la avizora, se crean las mujeres, para generar la relación de los sexos y la procreación: “Entonces existieron también sus esposas y fueron hechas sus mujeres. Dios mismo las hizo cuidadosamente. Y así, durante el sueño, llegaron, verdaderamente hermosas, sus mujeres”, como necesidad de una implicación que viene de la duda de los dioses frente a su criatura, así como de su intención comunicativa: la procreación de los hombres -correspondiente a la esperada salida del sol, a la toma de conciencia del retorno de todas las cosas, incluidas las criaturas humanas-, como presentida unidad entre el límite de las cosas individuadas y la continuidad de la Realidad Universal. El límite de lo humano es consustancial a su condición sexuada, pero cabalmente allí se perfila una forma de avizorar el infinito a partir de la unión carnal, que llevará a honrar a los dioses como un acto eminente de sentido trascendental:

Calendario

“Muchos hombres fueron hechos y en la oscuridad se multiplicaron. No había nacido el sol ni la luz cuando se multiplicaron(...)Sin embargo, no sustentaban ni mantenían a su Dios: solamente alzaban las caras al cielo y no sabían qué habían venido a hacer tan lejos(...)No invocaban la madera ni la piedra, y se acordaban de la palabra del Creador y Formador, del Corazón del Cielo, del Corazón de la Tierra. Así hablaban y esperaban con inquietud la llegada de la aurora. Y elevaban sus ruegos(...)¡No nos dejes, no nos desampares, oh dios, que estás en el cielo y en la tierra, Corazón del Cielo, Corazón de la tierra! ¡Dadnos nuestra descendencia, nuestra sucesión, mientras camine el sol y haya claridad! ¡Que amanezca, que llegue la aurora! ” 

A partir de la interpretación que Georges Bataille hace de la humanidad primitiva y de las religiones, apoyándose en la etnología y en su lectura de Nietzsche, podemos afianzar esta interpretación sobre el Popol Vuh que entrelaza el erotismo y la religión, si por ella entendemos precisamente la religación entre hombres y dioses, o la unidad del universo y sus manifestaciones individuadas en lo humano. En su libro El erotismo, Bataille, propone una filosofía que reafirma el valor ontológico del mito y se compenetra enfáticamente con la vida: 

“Hablaré sucesivamente de estas tres formas, a saber, el erotismo de los cuerpos, el erotismo de los corazones y, finalmente, el erotismo sagrado. Hablaré de ellas a fin de mostrar adecuadamente que en ellas lo que está siempre en cuestión es sustituir el aislamiento del ser, su discontinuidad, por un sentimiento de continuidad profunda”.

Pero a diferencia de la consideración filosófica y reflexiva de un Bataille, la manera como el Popol Vuh presume poéticamente la sabiduría sobre el erotismo es a través de un relato de voces divinas que buscan a sus criaturas después de haberlas creado, y de hombres que corresponden a esa intención comunicativa, y para ello la poesía despliega dentro del orden vital humano a la sexualidad que produce a la vez la perpetuación y el encuentro con los dioses. En los dos casos, estamos frente a posibles verdades que permanecen con nosotros por diversos senderos de la cultura, frente a la racionalidad utilitaria y desmistificadora de las sociedades actuales. Por otro lado consideramos igualmente que el simbolismo del erotismo se entrelaza en el Popol Vuh con el sentido del fuego y más en el fondo, con el papel fundante del sol. 

2.2 El fuego

Desde la oscuridad que conforma el presentimiento de la luz, desde la individuación humana que busca el curso y crisol de su origen, como encuentro con la procreación que promueve el universo divinizado, entrevemos otro símbolo que el Popol Vuh propone justo después de que los primeros hombres formados encuentran a sus dioses Tohil, Avilix y Hacavitz, Nicahtacah, y antes de que amanezca: el fuego como anunciación humana y dominada del secreto vital del sol, y fuerza generadora y destructora que fusiona lo divino y lo humano en un sacrificio. Fuego y sexualidad expresarían dimensiones de la fusión y renacimiento de seres y cosas, en el contexto englobante de la vida universal.

El fuego aparece primero como una Realidad sin origen, proveniente del dios Tohil: “Este era el dios de las tribus que fue el primero que creó el fuego. No se sabe cómo nació, porque ya estaba ardiendo el fuego cuando lo vieron Balam-Quitzá y Balam-Acab”. Esta revelación marca la relación que habrá de construirse prácticamente como dominio técnico, sobre lo germinal y vivificador proveniente de la divinidad. El relato posterior define el curso de esa relación, pues después de recibir esa gratuidad al principio sólo vista, los hombres demoran en dominarla y se atienen a la posibilidad siempre azarosa de recibirla: 

“Yo soy vuestro Señor: ¡que así sea! Así les fue dicho a los sacerdotes y sacrificadores por Tohil. Y así recibieron su fuego las tribus y se alegraron a causa del fuego(...)En seguida comenzó a caer un gran aguacero, cuando ya estaba ardiendo el fuego de las tribus(...)y el fuego se apagó a causa del granizo”.

Frente a las adversidades se hace perentorio obtener la técnica de hacer fuego, que otra vez proviene del dios Tohil, y se inicia entonces un movimiento de laboriosidad sacralizada: “Está bien. no os aflijáis, contestó Tohil, y al instante sacó fuego, dando vueltas dentro de su zapato”, es decir, frotando un palo sobre otro, hasta que surge el fuego. Sin embargo a ciertos pueblos el fuego se les apagó, y sólo los cuatro progenitores aprendieron del dios a hacerlo. Esto marca una desigualdad en el desarrollo y la necesidad de que todos encuentren la posibilidad de hacer el fuego, pero los cuatro progenitores no reciben bien a esos pueblos que van a pedirles la fuente de calor. Llega entonces un mensajero de Xibalbá, el reino del mal, y da un consejo para que los que no tienen fuego accedan a él: deben ofrendar a Tohil, el Dios; pero tal ofrenda es un sacrificio. El propio dios pide a las tribus “dar su pecho y su sobaco”. La obtención del fuego significa el encuentro con un poder grandioso, divinizado por los hombres, y que al ser recibido como don, pide una inmolación, una fusión del hombre al poder de los dioses, y con ello el acceso a la inmanencia del mundo. La manera como se produce la aceptación del sacrificio marca su carácter: las tribus ofrecen dinero pero no es concebible ese tipo de transacción, pues precisamente el encuentro con la naturaleza divina integra literalmente a una víctima al poder que emana de aquella, y supone, como lo sugiere Bataille, no un intercambio sino una fusión:

“El sacrificio es la antítesis de la producción, hecha con vistas al futuro: es el consumo que no tiene interés más que por el instante mismo. En este sentido es don y abandono, pero lo que se da no puede ser objeto de conservación para el donante: el don de una ofrenda la hace pasar precisamente al mundo del consumo precipitado. Esto es lo que significa “sacrificar a la divinidad”, cuya esencia sagrada es comparable a un fuego.”.

El nacimiento del fuego conlleva esencialmente a su adoración en forma fogosa. El don de recibir el fuego supone, desde que es visto, apropiado y utilizado, una correspondencia no discursiva, sino ritual, con el poder que entrega ese fuego: el sacrificado se une con la donación y así es nuevamente intimidad. Recibir el fuego implica consumirse en él, morir entregado a una fuerza que sobrepasa y construye. Este sentimiento, expresado por la poesía del Popol Vuh, es el testimonio de una metafísica milenaria que llega hasta nosotros. Pero este movimiento no culmina, porque así como la fusión ahonda el sentido de lo íntimo, desde su recóndita unidad éste se abre perpetuamente a nuevos nacimientos e individuaciones, advertidos y domesticados por el hombre. Al respecto Bachelard aporta una comprensión profunda de la imbricación inconsciente entre ceniza y fertilidad, a través de una interpretación de cierta técnica presente desde antiguo en la agricultura: 
Sol

“Así, de las fogatas se esparcen las cenizas que habrán de fecundar los campos de lino, trigo y cebada. Esta primera prueba introduce una especie de racionalización inconsciente, que orienta mal a un lector moderno, fácilmente persuadido de la utilidad de los carbonatos y otros abonos químicos.  Pero veamos más de cerca este deslizamiento hacia los valores oscuros y profundos. Esas cenizas del fuego forzado se echan no solamente sobre la tierra que debe proveer las cosechas sino que se las mezcla a los alimentos del ganado para su engorde. A veces, para que el mismo se multiplique. Por tanto, el principio psicológico de la costumbre es bien claro. En el hecho de que se alimente a una bestia y se abone un campo, hay, más allá de la utilidad evidente, un sueño más íntimo, y es el de la fecundidad, puesto bajo una forma sexual”. 

Por otra parte, el editor del Popol Vuh hace una aclaración a propósito del aprendizaje para hacer fuego, que aparece en otro texto antiguo de Centroamérica, el Título de lo señores de Totonicapán: uno de los pueblos Quichés sólo consiguió el fuego ofreciendo a sus hijas. Si aquí no se trata de la relación intimista con los dioses, persevera el sentido de un movimiento que no es un simple intercambio abstracto de equivalentes, sino la concreción de una similitud ontológica en la vinculación entre dos fuegos: uno sexual y otro calorífico. Como afirma Bachelard en su Psicoanálisis del fuego: “El amor es la primera hipótesis científica para la reproducción objetiva del fuego(...)Todo lo que frota, todo cuanto abrasa, todo cuanto electriza, es susceptible de explicar en forma inmediata la generación”. Abordemos ahora el tercer elemento de nuestra interpretación. 

2.3  El viaje: Historia y Origen

Los primeros hombres, junto con las tribus originales, emprenden un viaje a la ciudad de Tulán, como fase de su espera del amanecer, lo cual  parece estar mutuamente motivado como ejercicio fundamental del mito. La ciudad puede entenderse geográfica y simbólicamente como “una comunidad de origen” de las tribus que se establecieron en tiempos antiguos en diversas partes de México y Yucatán. Este sentido del viaje revela el proceso itinerante de tribus guatemaltecas hacia un lugar del centro del país, desde la periferia -la región de la Laguna de Términos-, viviendo penalidades y hambrunas hasta que descubren el maíz y comienzan a practicar la agricultura. El Popol Vuh comprende en un solo conjunto original de verbo creador, el origen y la historia: hombres creados de maíz, viajando hacia el amanecer, creando el fuego junto con sus dioses que se lo ofrendan, y descubriendo con ello su origen vital en el sol; y es precisamente en esa ciudad donde intentan recibir a sus dioses, después de un largo tiempo histórico. La espera por el amanecer es una tarea paralela y complementaria a la de buscar los dioses, como realización de una cultura en el tiempo y en un territorio: 

“Nuestras primeras madres y padres no tenían todavía maderos ni piedras que custodiar, pero sus corazones estaban cansados de esperar el sol(...) !Vámonos, vamos a buscar y a ver si están guardados nuestros símbolos!(...) Y habiendo llegado a sus oídos la noticia de una ciudad, se dirigieron allá”.

Los hombres, creados por unos dioses, ahora tienen ellos mismos que descubrir otros dioses; este hecho llama la atención, pues no es a los dioses creadores a quienes los hombres van a adorar, sino a aquellos que aparecen literalmente ante ellos, en un plano terrenal, en una manifestación que se vuelve piedra, madero, tótem, imagen concreta del doble humano, como cercanía encarnada a través de la cual ha de germinar el sacrificio propiciador de la unión humana y divina. Ante los cuatro progenitores salen pues sus dioses: Tohil, Avilix, Hacavitz y Nicahtacah, los cuales acompañan el encuentro con el sol, anunciado por la estrella matutina, “la brillante Icoquih”, que los europeos bautizaron Venus. Y el dios Tohil los instruye para que busquen el amanecer, les pide que hagan sacrificios, y ellos viajan nuevamente de modo que la busca del amanecer es movimiento de ascenso de la cultura en consonancia con el orden inescrutable del universo, pues los astros son los héroes divinos que se levantaron contra la necesidad, en las dos primeras partes del texto, pero a la vez, son la naturaleza pródiga y mortal, que creó la condición de lo humano, alzada ésta como ethos para avanzar hacia el reconocimiento del origen de su propia vida en curso. Autoconciencia y destino, autoconciencia y unidad con el universo, se compenetran y explicitan en el viaje tejido por el Popol Vuh. 

Finalmente se reúnen en una montaña llamada: Chi Pixab, las tribus y el pueblo Quiché. Al ver hacia el esperado sol, afirman: “De allá venimos, pero nos hemos separado”, y esto es dado en su conciencia de humanidad, que se sabe inmersa en el infinito, pues se afirma que “Reuniéronse allí y se ensalzaron a sí mismos”. La altura de la montaña entrega la dimensión del mar y al fondo el sol, que quizás se oculta o surge en la inmensidad. El texto construye una fábula figurativa de la unión de la montaña con el mar, como la altura que permite contemplar el mar encerrando aquel sol. En medio de la cercana salida del sol, los dioses les hablan para pedirles que lo lleven a un lugar escondido, en los bosques, pero al mismo tiempo la superficie de la tierra se seca: “Semejante a un hombre era el sol cuando se manifestó, y su faz ardía cuando secó la superficie de la tierra”. Bajo una plenitud de símbolos se concreta el encuentro con el origen: de una parte el calor cristaliza a los dioses como piedra adorada y oculta en los bosques, donde habitan variedad de espíritus, pero en la misma medida la fuerza del sol se patentiza en la exaltación de una mirada humana que ha llegado a la cúspide desde donde contempla y asume el amanecer: la montaña como ascensión que se entremezcla con el mar, insondable y eterno, resuena en el alma humana. Y finalmente esa conjunción de símbolos se retoma en la fusión misma del sol con lo humano. Se consuma entonces el encuentro entre lo que aconteció en las dos primeras partes del texto con aquello que se desplegó en la tercera parte. Todo el proceso es de calor y vida: se llega progresivamente a necesitar a los dioses que dan fuego, como fuente similar a la del sol. El fuego es una pequeña muestra útil de lo que produce el sol, pero está domesticado como calor, por obra de la entrega que hizo Tohil a los hombres, que muestra simbólicamente el esfuerzo humano por dominar con su labor e inventiva.  

Esta mitología que hemos interpretado en el Popol Vuh, no es una manifestación literaria, sino cristalización metafísica encarnada en la vida, y trascendida hasta hoy en el espíritu de los pueblos de América Central. Los símbolos del fuego, la procreación y el viaje universal, no son estrictamente discursivos, tal y como pueden aparecer ante nosotros, embebidos en una existencia racionalizada, sino Realidades entremezcladas con la Tierra y el Espíritu Humano. Cuando en 1937 Antonin Artaud viajó al mundo de los indios Tarahumara, habitantes de las montañas de México, vivió y describió el rito del Cigurí, el cual revela teatralmente el sentido de lo que hemos comprendido a través de la narración poética del Popol Vuh: el sacrificio, que aparece como fusión propiciada por el peyote y dirigida por un sacerdote que tiene poderes provenientes de los dioses, expresa la unión del hombre con el universo, en una fraternidad de calor y disolución donde se compenetran los sexos. La introducción que el sacerdote establece para permitir al europeo contemplar el rito del Cigurí, realiza ya el sentido de lo que va  ocurrir: 

“La acción de los sacerdotes del Sol rodea el alma entera y se detiene en los límites del yo personal adonde acude el Señor de todas las cosas para recoger su resonancia. Y allí fue donde el viejo jefe mexicano me golpeó para abrirme de nuevo la conciencia, pues yo era un mal nacido y no podía comprender el Sol; y además el orden jerárquico de las cosas exige que después de haber pasado por el TODO, es decir, lo múltiple, que es las cosas, regresemos a la simplicidad del uno, que es el Tutuguri o el Sol, para después disolvernos y resucitar mediante esa operación de reasimilación misteriosa” .

La metamorfosis de Artaud, como hombre que trasciende los límites excluyentes del etnocentrismo occidental, empieza desde el reconocimiento de la Tierra mexicana que manifiesta mágicamente la dimensión espiritual de un inconsciente incrustado en el mundo:

“Al llegar al corazón mismo de la montaña tarahumara, me vi. presa de reminiscencias físicas tan apremiantes que parecieron traerme recuerdos personales directos (...) vi, en una roca perforada, una cabeza de hombre circular en la que al amanecer se inserta exactamente el disco solar y, por debajo, el cuerpo del hombre prolongado en sombras con el brazo derecho extendido, como una barra de luz(...) y no hablo de todas las semejanzas que vi y que dibujan una fauna olvidada de la naturaleza; que parecían recordar mitos milenarios en los que el hombre domesticado conversa con los Reinos que lo han domeñado”.

Finalmente Artaud contempla el rito del Cigurí, y lo describe como esa irradiación que, proveniente de la fuerza del peyote, abrasa a los hombres, consumiéndose y renaciendo desde fondo del ser; y aquellos que lo viven, sexuados ellos, ya no ocupan una distancia entre lo que presienten y lo que viven, pues el sacrificio no es discursivo, realiza en cambio la intimidad con el universo:

“El sacerdote tardó mucho en decidirse, pero al final sacó de su pecho una bolsita y derramó en las manos de los indios una especie de polvo blanco que absorbieron inmediatamente (...) Los dos sirvientes se acostaron contra la tierra donde quedaron uno frente a otro como dos bolas inanimadas. Pero también el viejo Sacerdote debía de haber tomado polvo, pues una impresión inhumana se había apoderado de él. Le vi tenderse y levantarse. Sus ojos se encendieron y una expresión de autoridad insólita empezó a  apoderarse de él. Dio dos o tres golpes sordos en el suelo con su bastón y después entró en el 8 que había trazado a la derecha del Campo Ritual. En aquel momento los dos sirvientes parecieron salir de su bola inanimada. El hombre sacudió primero la cabeza y golpeó la tierra con la palma de las manos. La mujer agitó la espalda. Entonces el sacerdote escupió: no con saliva sino con aliento. Expulsó ruidosamente su aliento entre los dientes. Y bajo el efecto de aquella conmoción pulmonar, en el mismo instante el hombre y la mujer se animaron y se levantaron completamente. Ahora bien, por la forma en que se situaban uno frente al otro, por la forma, sobre todo, en que ocupaban el espacio, como si estuviesen  situados en los bolsillos del vacío y en los cortes del infinito, se comprendía que ya no eran un hombre y una mujer los que allí estaban, sino dos principios: el macho, con la boca abierta, con las encías crujientes, rojas, encendidas, sangrientas, y como desgarradas por las raíces de los dientes, translúcidos en aquel momento, como lenguas de mando; la hembra, larva desdentada, con los molares agujereados por la lima, como una rata en su ratonera, comprimida dentro de su propio celo, huyendo, girando ante el macho hirsuto; y que se iban a entrechocar, a hundirse frenéticamente el uno en el otro, de la misma manera que las cosas, después de haberse mirado durante un tiempo y de haber hecho la guerra, se entremezclaban finalmente ante el ojo indiscreto y culpable de Dios”.

  
Guillermo Pérez La Rotta.
Popayán, Mayo de 2005.



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