jueves, 3 de marzo de 2011

Observaciones Sobre la Concepción Kantiana de la Percepción Humana

Ponencia presentada al evento: “Kant, la filosofía y el mundo contemporáneo”.
Organizado por el Departamento de Filosofía de la Universidad del Cauca
Por Guillermo Pérez La Rotta (Universidad del Cauca)
Noviembre de 2004

”Un poco de razón, ciertamente, una semilla de sabiduría, esparcida entre estrella y estrella, esa levadura está mezclada en todas las cosas: ¡por amor a la necedad hay mezclada sabiduría en todas las cosas! Un poco de sabiduría sí es posible; mas ésta fue la bienaventurada seguridad que encontré en todas las cosas: que prefieren  bailar sobre los pies del azar”

Emmanuel Kant
Federico Nietzsche

La Estética trascendental se desarrolla en función de una tarea que atraviesa toda la Crítica de la razón pura: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos apriori?, tarea que busca legitimar con un fundamento seguro el ideal galileano de la ciencia.
De la fundamentación se desprende y proyecta una segunda cuestión cardinal que estriba en determinar un nuevo paradigma teórico para la metafísica.
Este punto de vista marca el alcance y el límite a la crítica, en términos históricos y teóricos. Abordaremos algunos elementos concernientes a la Estética trascendental que ilustran cómo la crítica restringe la experiencia de la percepción a un sentido que permite fundamentar las ciencias naturales. Al hacer esta ilustración procuraremos confrontar desde nuestra perspectiva actual las aportaciones del texto kantiano, dialogando a partir del presupuesto husserliano del mundo de la vida; reflexión que en cualquier caso, es radicalmente histórica, pues todo saber está situado en su tiempo y sólo puede intentar trascender desde esa temporalidad que dialoga con el pasado para comprender nuevamente la experiencia humana.  

Al reconocer frente a la tradición empirista que el conocimiento tiene una fuente sensible, Kant concibe, dentro del movimiento de fundamentación teórica de la ciencia, la significación de lo sensible como una intuición pura, es decir, como una representación en cuyo contexto se puede realizar la construcción sintética de conocimientos conceptuales; el carácter de esa intuición es trascendental, es decir, surge del sujeto y posibilita desde esa anterioridad, el conocimiento sintético y apriori. Sin embargo, Kant retrotrae ese sentido de la ciencia hacia la representación en general. El espacio es “la condición de posibilidad de los fenómenos(...)es una representación apriori, fundamento necesario de los fenómenos externos”. Aquello que aparece afuera para mí, como mundo, seres y cosas, puede tener tal carácter porque antes tengo la intuición pura del espacio en mí. Así pues, tenemos representaciones en las que intervienen nuestros sentidos para constituir una experiencia sensible in extenso. La definición del fenómeno abarca ese amplio universo de la percepción sensible: 

“Llamo Materia del fenómeno aquello que en él corresponde a la sensación, y Forma del mismo, a lo que hace que lo que hay en él de diverso pueda ser ordenado en ciertas relaciones. Como aquello mediante lo cual las sensaciones se ordenan y son susceptibles de adquirir cierta forma no puede ser a su vez sensación, la materia de los fenómenos sólo puede dársenos a posteriori y la forma de los mismos debe hallarse ya preparada a priori en el espíritu para todos en general, y por consiguiente independiente de toda sensación”.

Kant concede realidad a las sensaciones a posteriori, pero ellas no sirven para generar conocimiento científico. Las supone de una forma atomística, como datos aislados que tendrían la cualidad de agruparse en el marco de la unidad intuitiva del espacio y el tiempo, para existir a la vez, como un elemento de la percepción, pero igualmente irrelievante para el conocimiento científico. La crítica no toma en consideración a la integridad del fenómeno: si el fenómeno tiene esa unidad e importancia que Kant le atribuye, ¿porqué se concentra exclusivamente en la forma del mismo? Porque le interesa la fundamentación universal y necesaria de las ciencias y cree poderlas legitimarlas desde allí. Para ello, de una parte separa la forma de la materia del fenómeno, buscando integrar teóricamente, y desde la revolución copernicana, un orden abstracto de objetividad, como legitimación correspondiente a la ciencia, sobre la base de dos intuiciones de carácter general: el espacio y el tiempo. Y de otra parte, el mundo de la vida sensible desaparece como tal a la consideración teórica, pues es caprichoso y no permite elaborar los presupuestos de aquel orden objetivo de la ciencia. Al respecto las palabras de Kant son suficientemente ilustrativas, cuando especifica que el espacio es la condición única para la formación de los fenómenos externos: 

“Esta condición subjetiva de todos los fenómenos externos no puede ser comparada con ninguna otra. El sabor agradable de un vino no pertenece a las determinaciones objetivas del vino(...)sino a la cualidad particular del sentido del sujeto que lo gusta(...) Los colores no son cualidades de los cuerpos, ligados a la intuición, sino solamente modificaciones del sentido de la vista, afectado por la luz de cierta manera. El espacio, como condición de los objetos exteriores pertenece, al contrario, necesariamente al fenómeno o a la intuición”. 

Como a priori puro y subjetivo, el espacio hace posible que pueda existir sensiblemente lo externo a mí. Bajo esta estratégica restricción kantiana será entonces inconcebible considerar la experiencia a través de la cual la corporeidad, a través de las cinestesias, es decir de la integridad activa de los sentidos, aprende a diferenciar espacialmente el cuerpo como propio, de un mundo de seres y cosas al cual está referido en su praxis. En su lugar, nos basta con ese producto ya derivado de la rica experiencia sensible, pero que se supone como originario: la intuición pura del espacio, que garantiza, como a priori, que sobre su base podamos construir la apodicticidad universal de la geometría, ya que Kant sostiene un debate con el empirismo acerca del valor general del conocimiento y necesita legitimar su incondicionalidad, más allá de lo particular y relativo. Es significativo que la definición del color aparece en Kant valorada según la conceptualización abstracta de la física newtoniana, que lo explica como onda afectadora de la vista. Pero en la experiencia sensible, definitiva para que los objetos se nos den, el color nunca aparece bajo ese carácter, pues si bien es onda, se resuelve en nuestra sensibilidad como una coloración siempre adherida de cierta manera a la perfilación total del objeto, cabalmente para alguien que lo experimenta desde su particularidad como dimensión de generalidad y significado. Basta compartir la mirada del pintor al reconocer su evaluación interior del mundo externo y su realidad sensible y colorida, para reconocer allí una intersubjetividad anterior a aquella que plantea la ciencia y sobre la cual dicha ciencia puede constituirse para volver indefinidamente sobre la experiencia sensible a través de sus aplicaciones tecnológicas.  

Este problema del color es ilustrativo acerca de una escisión que atraviesa la Crítica de la razón pura, la cual está signada por la paradoja de que las definiciones de la percepción sensible se comprenden para la experiencia en general, pero sus aplicaciones se restringen y constituyen desde el discurso científico, desde el supuesto histórico y teórico de que la experiencia sensible en general se circunscribe al medio práctico de la ciencia, cómo si éste fuese el único orden incondicional de la objetividad. El Esquematismo de los conceptos puros del entendimiento, donde se explica cómo conceptos se relacionan con intuiciones, es la demostración patente de la búsqueda y consolidación de esa objetividad y más adelante haremos unas elaboraciones al respecto. Pero aclaremos que se trata de una escisión que no atañe exclusivamente a Kant, pues responde a la mirada que la propia racionalidad científica intenta obtener de sí misma como verdad, apoyándose en la filosofía, desde Galileo y Descartes, frente al mito, la religión y el sentido común, y se extiende hasta los desarrollos actuales del positivismo. Avancemos acerca de la noción de intuición del espacio como sentido externo, para ilustrar como se define, según Kant, el horizonte de la universalidad y generalidad geométricas: 

“La geometría es una ciencia que determina sintéticamente, y sin embargo a priori, las propiedades del Espacio. ¿Qué debe, pues, ser la representación del Espacio para que tal conocimiento sea posible? Debe ser primeramente, una intuición; puesto que de un simple concepto, no pueden resultar proposiciones que sobrepasan los límites del mismo concepto, que es lo que sin embargo ocurre en la geometría”.

Pero la determinación trascendental del espacio no se limita a la geometría. En la sección Del esquematismo de los conceptos puros del entendimiento, en la cual Kant busca probar cómo conceptos se relacionan con intuiciones para generar conocimiento, se exponen y desarrollan cuatro variantes de relación: axiomas de la intuición, anticipaciones de la percepción,  analogías de la experiencia y postulados del pensamiento empírico en general. Estas cuatro modalidades  pueden considerarse como un ejercicio crítico en el cual Kant propone principios apriori de conocimiento, que se proyectan, o que son un trasunto de la racionalidad científica conocida por Kant, desde Galileo hasta Newton. Son en realidad las condiciones por medio de las cuales generamos un orden universal de objetividad. Allí el Espacio vuelve a encontrar un sentido restringido en función estrictamente de esa exigencia. El principio de que todas las intuiciones son cantidades extensivas, permite determinar todo lo espacial como sujeto a determinaciones matemáticas, postulado que ya Descartes propuso al hacer la distinción entre la res extensa y la res cogitans y al fundar la geometría analítica. Sólo que en Kant se amplía a la relación entre partes y todo, como estructuración de realidades matemáticas, en las que, junto con la intuición espacial, entra la temporal: 

“La imagen pura de todas las cantidades (quantorum) para el sentido externo es el Espacio, y la de todos los objetos de los sentidos en general, el Tiempo. Más el esquema pura de la cantidad  (Cuantitatis) como concepto del entendimiento, es el número, que es una representación que comprende la adición sucesiva de uno en uno. el número no es, pues, más que la unidad de la síntesis de lo diverso”. 

De esta manera toda intuición es susceptible de medirse y cuantificarse, toda determinación de las cosas en el espacio, recibirá la clave de una posible matematización, desde la geografía o la arquitectura, hasta la medida que el sastre utiliza para confeccionar el vestido de una persona. Pero ese orden de objetividad presupone e ignora a la vez aquella experiencia dentro de la cual el espacio surge como una dimensión disponible para el cuerpo, como apertura indefinida de vivencias y horizontes, aquella experiencia en la que las cosas se vuelven corporales y el cuerpo referencia práctica del mundo. La racionalidad matemática no podrá ser sino una experiencia secundaria y derivada, que opera sobre la base de la percepción original y dinámica del espacio por parte de la corporeidad humana. Y en aquel desarrollo será sólo idealización interesada -la de fundar la objetividad científica-  aquel simulacro de remontarse a un sujeto absoluto que tendría dentro de sí la intuición del espacio, antes de haberlo vivido en su irrenunciable relación con un mundo que le prescribe incesantemente sus referencias prácticas y asombros, y con ello le abre la posibilidad interna de la espacialidad. Es por ello que no nos representamos originalmente el espacio, sino que al contrario, estamos tejidos de espacio, y la representación vendrá después, cuando intentemos configurar un dominio técnico cada vez más refinado sobre el espacio a través del instrumento de las matemáticas.

Si advertimos el otro gran tema de la estética trascendental, el tiempo es también una intuición pura y apriori, pero al contrario del espacio, es la forma de todos los fenómenos, porque a su vez es la forma del sentido interno, es decir, de la captación sensible del yo, en el fluir de sus sensaciones internas y de sus percepciones externas. Si el espacio permite representar el mundo, el tiempo, como permanencia del yo en la sucesión de percepciones y estados, es la condición más original de aquella representación:

“El tiempo es indudablemente algo real, a saber: la forma real de la intuición interna. Tiene, pues, una realidad subjetiva en relación a la experiencia interna: es decir, yo tengo realmente la representación del Tiempo, y de mis propias determinaciones en él. Por consiguiente, el tiempo no es real como objeto, sino sólo como modo que tengo de representarme a mí mismo como objeto(...) Su realidad empírica permanece, pues, como condición de todas nuestras experiencias”.

Esta dimensión trascendental del tiempo, lo separa radicalmente de toda manifestación externa y mundana. El planteamiento tiene, igual que con el espacio, la función de determinar en ese seno subjetivo, la posibilidad del conocimiento científico, pero nuevamente encontramos que  esa posibilidad se superpone con la de la experiencia en general. Kant no nos ilustra acerca de la relación entre el tiempo y la experiencia en general. Le basta con aportar que el sentido interno es la posibilidad de que se nos den los fenómenos, pero no desarrolla la cuestión del tiempo como experiencia a partir de la cual se dan esos fenómenos. En su lugar, la experiencia del tiempo, como instancia del yo, queda sí condicionanda, con una fuerza aun mayor, a las determinaciones del conocimiento científico. Los esquemas del entendimiento se convierten todos en distintas modalidades de la determinación del tiempo: primero la cantidad como adición sucesiva en el tiempo, lo cual explica que podamos numerar y determinar matemáticamente las cosas, consideradas extensivamente, como vimos más arriba. Después la cualidad de las cosas que atañe al grado de cantidad intensiva a partir del cual podemos pensarlas, con lo cual suponemos que Kant está apuntando a la física del calor; posteriormente la cuestión de la modalidades de la causalidad, como enlaces que siempre ocurren en las temporalidad, y anticipan un sólido escalonamiento entre los fenómenos a percibir, para avanzar desde la mera posibilidad hipotética hacia la apodicticidad. El tiempo encajona como paradigma, el modelo de la objetividad de las ciencias conocidas por Kant, pues cada una de estas modalidades de la experiencia aparece como una forma de establecer relaciones conceptuales y/o matemáticas en el seno de la temporalidad:

“En todo se ve, pues, lo que contiene y representa el esquema de cada categoría: el de la cuantidad, la producción ( la síntesis) del Tiempo mismo en la aprehensión sucesiva de un objeto; el de la cualidad, la síntesis de la sensación (de la percepción) con la representación del Tiempo, o plenitud del Tiempo; el de la relación, el enlace que une las percepciones en todo Tiempo (es decir, según una regla de la determinación del tiempo); por último, el esquema de la modalidad y de sus categorías, el Tiempo mismo, como lo correlativo de la determinación de un objeto, para ver cómo y si éste objeto pertenece al tiempo”.

La relación que establece Kant entre el tiempo y el conocimiento científico, es una vinculación siempre comprensiva y abstracta, como movimiento razonado entre la integridad de un yo y el tiempo que le atañe, al observar e integrar los fenómenos. Con ello el fenómeno, como experiencia sensible total siempre estará, anticipado, o soslayado; existe, pero de una manera virtual -desde y para la abstracción científica- que lo hace comprensible y real ontológicamente; paradójicamente, aunque el fenómeno está ahí para mí, y por ello podríamos decir que es efeectivamente originario como dato intencional del mundo, no puede ser garante de la universalidad asentada en el apriori intuitivo en el que el sujeto se confunde consigo mismo en tanto despliega el orden causal de la temporalidad. De este modo la experiencia en general se reduce a la experiencia científica; si el tiempo tiene un referente, desde su focalidad trascendental, este lo es, no el mundo, sino el discurso de la ciencia, para con ello convertirse en un tiempo eternitario que no transcurre efectivamente porque es una variable de la explicación matemática. 

Frente al enfoque del tiempo en la explicación científica, encontraremos con la descripción fenomenológica una temporalidad original surgida del movimiento de la experiencia sensible entre los sujetos y su mundo. Si bien el tiempo se confunde con la propia inmanencia, dicha relación aparece necesariamente referida a las manifestaciones intersubjetivas y mundanas, es por ello que no terminaremos de describirlas, individual y socialmente, como la génesis que es de la perpetua conformación de la realidad de la cosciencia humana. Nadie deja de vivir sus ahoras de cierta manera, como yo que escribo este texto con mis manos en el teclado y mi vista ante la pantalla del ordenador, como un flujo de vivencias abierto y en permanente transformación; nadie deja de presentir su muerte, de avizorar día a día su futuro, de recoger lo que deja atrás con los otros seres en su mundo, nadie vive el recuerdo como un dato puro, sino como un “campo de presencias” evocadoras. Si el cuerpo deviene espacial, como decíamos antes, también deviene temporal, en tanto se abre a un mundo sensible que nunca deja de ser ese individuo preobjetivo que reclama sus correspondencias. Y sólo después de vivir nuestra temporalidad en el mundo, podemos volverla una abstracción conceptual o matemática, que finalmente opera nuevamente sobre el mundo en algún sentido práctico. Esto que afirmamos con respecto al tiempo, lo contextualiza ampliamente Merleau-Ponty, al caracterizar el aporte husserliano ftrente a la filosofía kantiana, como una infática vuelta de la intersubjetividad hacia la soberanía del mundo: 

“Husserl reanuda la Crítica del juicio cuando habla de una teleología de la consciencia. No se trata de dar a la consciencia humana el doble de un pensamiento absoluto que, desde fuera, le asignaría sus fines. Se trata de reconocer la consciencia misma como proyecto del mundo, destinada a un mundo que ella ni abarca ni posee, pero hacia el cual no cesa de dirigirse(...)De ahí que Husserl distinga la intencionalidad de acto -de nuestros juicios y tomas voluntarias de posición, la única de que hablara la Crítica de la razón pura- y la intencionalidad operante (fungierende Intentionalitat), la que constituye la unidad natural y antepredicativa del mundo y de nuestra vida, la que se manifiesta en nuestros deseos, nuestras evaluaciones, nuestro paisaje, de una manera más clara que en el conocimiento objetivo, y la que proporciona el texto del cual nuestros conocimientos quieren ser la traducción en un lenguaje exacto”.

Por otra parte, según la consideración kantiana, la relación entre el yo intuitivamente temporal y las construcciones conceptuales generadoras de ciencia, no puede explayarse sin la instancia del yo de apercepción pura que se sabe a sí mismo y acompaña todas sus representaciones. Hay un “yo me pienso” superpuesto sobre el “yo me intuyo”. Como decíamos al inicio, Kant ha reconocido la empiria, pero ha intentado comprenderla como una dimensión pura y subjetiva: eso es lo que ha llamado intuición, como horizonte trascendental de despliegue de la ciencia. Pero junto a esa intuitividad, en la que el yo se capta temporal y sensiblemente, también se sabe, se concibe, y es por ello que finalmente, puede conocer, en verdad casi como un dios, proyección que Kant matiza y restringe frente a los desarrollos teológicos de sus antecesores idealistas. Al fin de al cabo, la modernidad significa, como ethos y creencia, la entronización de las cogitaciones racionales frente al universo del mito que hacía una reverencia total al orden teocrático. Si valoramos el sentido de la radicalidad copernicana, se comprende la inversión kantiana al definir el conocimiento desde sus cimientos subjetivos, como aquel presupuesto que reafirma críticamente la ciencia moderna avizorada en Copérnico: el idealismo repliega al sujeto en su torre de marfil, y con ello responde con creces a la fundamentación teórica de la ciencia. Desde el cogito cartesiano, hasta el yo de apercepción pura kantiano, la filosofía elabora y transforma el horizonte de la praxis científica, en un sujeto que aparece como la fuente primordial de la experiencia y con ello domina interior y exteriormente. Este énfasis se expresa en Kant, en el aserto de que el conocimiento tiene su origen total en el hombre, pero bajo una entronización en la que la noción de naturaleza y de mundo quedan supeditadas a la representación, y a la construcción interna que en ningún caso es inocente, sino interesada. Al respecto vale la pena retrotraer la lección de crítica que Adorno y Horkheimer nos entregan cuando afirman:

“Los conceptos de Kant son ambigüos. La razón, en cuanto yo trascendental supraindividual, contiene en sí la idea de una libre convivencia de los hombres en la que éstos se organizan como sujeto universal y superan el conflicto entre la razón pura y la empírica en la consciente solidaridad del todo. Ella representa la idea de la verdadera universalidad, la utopía. Pero, al mismo tiempo, la razón es la instancia del pensamiento calculador que organiza el mundo para los fines de la autoconservación y no conoce otra función que no sea la de convertir el objeto, de mero material sensible, en material de dominio. La verdadera naturaleza del esquematismo, que hace concordar desde fuera lo universal y lo particular, el concepto y el caso singular, se revela finalmente en la ciencia actual como el interés de la sociedad industrial. El ser es contemplado bajo el aspecto de la elaboración y la administración. Todo se convierte en proceso repetible y sustituible, en mero ejemplo de los modelos conceptuales del sistema, incluso el hombre singular, por no hablar del animal. El conflicto entre la ciencia administrativa y reificadora, entre el espíritu público y la experiencia del individuo, es prevenido por las circunstancias. Los sentidos están ya determinados ya por el aparto conceptual aun antes de que tenga lugar la percepción; el burgués ve de antemano el mundo como el material con el que se lo construye. Kant ha anticipado intuitivamente lo que sólo Hollywood ha llevado a cabo conscientemente: las imágenes son censuradas previamente ya en su misma producción según los modelos del entendimiento conforme al cual han de ser contempladas después”.

Estas apreciaciones de los teóricos de Frankfurt son cercanas a la crítica que ya Nietzsche había emprendido contra la invulnerabilidad centenaria de la ciencia y la metafísica, y se inscriben en la crisis de la racionalidad que atraviesa a Occidente desde el siglo XIX. Se aproximan singularmente a ese otro diagnóstico que hiciera Husserl en su texto Crisis de las ciencias europeas y fenomenología trascendental, y en cuyo contexto se invita a redescubrir y describir filosóficamente el mundo de la vida, como una dimensión aun posible de humanismo y de fundamentación social de la ciencia. Y nuevamente se patentizan en las reflexiones de Adorno en la Dialéctica negativa, cuando reconoce a Husserl el mérito de buscar esa “específica experiencia espiritual, capaz de destilar la esencia de lo particular”. El propio Adorno, de una manera diferente a la de aquel, procura que el pensamiento negativo acceda con modestia y entereza siempre negativas, hacia lo particular y perecedero, despreciado por la gran tradición filosófica. La descripción del mundo de la vida ha de comenzar incesantemente motivando los asombros, a partir de la vivencia y reflexión de un individuo cualquiera que aspira a comunicarse con sus semejantes. Quizás desde ese lugar de la reflexión podríamos valorar y reconocer a la espontaneidad intersubjetiva y humana en el mundo.

Guillermo Pérez La Rotta
Octubre de 2004

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