martes, 16 de enero de 2024

EL ABRAZO DE LA SERPIENTE: VIAJE INICIÁTICO HACIA LA IDENTIDAD DE LAS CULTURAS

 EL ABRAZO DE LA SERPIENTE

VIAJE INICIÁTICO HACIA LA IDENTIDAD DE LAS CULTURAS


TEXTO PUBLICADO EN LA REVISTA ARTEFACTO

FACULTAD DE ARTES

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

NÚMERO 20

2016

Sobre las memorias de viaje de dos científicos, el etnólogo alemán Theodor Koch-Grunberg[1] y el botánico norteamericano Richard Evan Schultes[2], que se producen con cuarenta años de diferencia, se escribió la historia de El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra.2016). El relato presenta dos secuencias paralelas de aventuras que se interceptan, la del alemán con el joven indio Karamakate y con su anterior guía y amigo Yakruna, en pos de un remedio para su enfermedad; y la del norteamericano, que conociendo la anterior historia del europeo, va en pos de la planta que presuntamente serviría para insumo frente a la escasez de caucho durante la Segunda Guerra Mundial, y entonces se encuentra con un Karamakate ya maduro, motivando en él un viaje iniciático para recordar lo ancestral que le sembraron sus antepasados. La planta tiene, como objeto precioso sobre el cual se construye la trama, propiedades polivalentes que se desprenden de sus condiciones botánicas para trascenderlas hacia lo espiritual y mítico.




 


Karamakate ante sí mismo y los hombres occidentales




El recuerdo es para el indígena protagonista una forma de reconocimiento, en un principio visual, como imagen misteriosa grabada por él mismo en una gran piedra, como un rastro de su antigua identidad parcialmente perdida. Cuando se encuentra con Richard, éste le evoca, con dibujos en un cuaderno, que pueden provenir de Theodor, antiguas huellas parecidas al petroglifo que labró el indígena, y desde esa indicación los dos hombres inician un camino de búsqueda. El viaje iniciático es una ruta de retorno hacia el sentido oculto de la planta sagrada, aquella que Karamakate destruyó con odio cuando años atrás la encontró en una cauchería, junto con Yakruna y el agónico alemán. En medio de la deshumanizada cauchería donde los capataces beben y los niños discurren abandonados, Karamakate quema ante Theodor el árbol que ofrenda la preciosa flor, como signo ambivalente y contradictorio, que responde a una lucha por el uso que dos culturas enfrentadas en desigual combate, pueden hacer del estimado vegetal. Mas el viaje del indígena con los otros dos hombres es también un devenir internamente contradictorio de su yo, pues se perfila como su propia ambivalencia ética: conduce al europeo ante la planta, pero al final la destruye como signo de venganza por el daño sufrido antaño a su familia, muy seguramente por efecto de las caucherías.

Y de otra parte, la excursión por la selva expresa la oposición entre costumbres y conocimientos: los dos indígenas enfrentados, el uno aparentemente asimilado al hombre occidental, y el otro soberano en su soledad; además de la confrontación permanente entre el alemán y el hombre amazónico, en torno a las cosas e instrumentos que carga aquel y los sentimientos opuestos que los dos personajes expresan sobre el mundo o el amor. Ante la voz compungida del alemán que dicta a Yakruna una carta a su amada, Karamakate ríe de tanta sensiblería. El ayuno es necesario para encontrar la flor del árbol curador, y con esta dura exigencia aquel contribuye a precipitar la muerte del alemán. Y todo este drama humano gira alrededor de la magia vegetal, como si ella fuese a la vez enfermedad y remedio, como una sustancia que, en el contexto del encuentro histórico del indígena con el hombre blanco, genera la ambición y la destrucción cultural. Un elemento narrativo fundamental que refuerza esa indicación lo constituye el aberrante espectáculo de la servidumbre y explotación de los indios en las caucherías, como dato histórico que intercepta con fortuna certera el sentido colonizador y destructor del hombre blanco. Si los sentimientos del alemán son buenos, diríamos nosotros, en todo caso lo que signa a su civilización es la ambición y el exterminio de otras culturas. Lo mismo podríamos decir del norteamericano que investiga con ahínco y rigor para beneficio de la humanidad. La ciencia tiene esa doble faz, de un lado es técnicamente neutral, pero al estar inscrita en un proyecto colonial y dominador, resulta aliada de la gran explotación capitalista. Esa historia lleva siglos en su curso, y también colombianos o peruanos son signados como colonizadores que esclavizan al hombre autóctono de las selvas[3].

CuandoKoch-Grunberg se encuentra con Karamakate, está enfermo, y su meta inmediata es curarse con la ayuda de aquel, pero luego se nos revela que antes tenía otra meta que aparece ante el espectador desdibujada o idealizada como principio de acción del personaje: él tenía un sueño, como horizonte que quizás podría tener cualquier contenido, pero que en todo caso responde al carácter del personaje, con su sensibilidad, su amor por su esposa, y su condición de científico de buena fe que se apoya en sus instrumentos de medición y registro. El sueño de Theodor intuye premonitoriamente el sueño que produce la planta, e intercepta la ausencia de sueño de Richard, para llevar a éste al fondo del delirio cognitivo, hacia el final del relato. La pérdida de la brújula ante los animistas indios que la roban, inscribe al europeo en el universo selvático sin poder orientarse, como ironía del relato que aproxima al indio al uso de un instrumento que en verdad no le sirve mucho; y la cámara fotográfica destila la magia animista capaz de representar a un hombre y robarle el alma[4]. La foto de Karamakate se intercambia con un cuarzo que ofrece éste al europeo, los dos objetos son talismanes que proyectan sus almas y sellan un encuentro en todo caso ambiguo y frágil entre ellos.

 





















Las huellas de la civilización occidental

El recuerdo de la planta y de su posible ubicación, en la segunda expedición con el norteamericano, será como una especie de exorcismo de la maldición de la planta, para acceder, dentro del conflicto mismo con Richard que la busca utilitariamente, al sentido iluminador, englobador y afirmativo del precioso vegetal. La flor surgirá poco a poco como lo opuesto a lo que él busca en ella, él la persigue como una materia prima para la industria de la guerra, y varias veces indica a Karamakate que él, hombre de ciencia, no puede soñar. Él es un hombre práctico y preciso que utiliza la lógica y la experiencia para el dominio técnico, y allí en ese horizonte de acción, no cabría el sueño. Pero al final, al ambicionar la planta caerá en las redes del indio, quien lo hace soñar con la sustancia que ella destila y el botánico conocedor queda abandonado luego a su suerte, como perdiéndose, él y la mata, para el alcance de la civilización occidental y su gran ciencia dominadora. Y en esa dirección, asimilado él como conocedor, por la soberanía de natura y sus sustancias privilegiadas y metafísicas. En la misma medida el indígena va recordando en ese camino físico que lo lleva otra vez al origen, sanando algo en su interior frente a la desgracia del pasado, y ahora, en la plenitud de sus facultades. La flor sobresale en la cima de una montaña que es el taller de los dioses, y domina visualmente la selva. La visión delirante que sufre Richard al ingerir la sustancia botánica, trasciende el blanco y negro del relato anterior, y genera conocimientos que conectan lo fundamental; entonces el delirio de Richard con la química preciosa finalmente expresa y destila su significado como búsqueda, pues vuelve y unifica el todo y sus partes en un juego sicodélico de imágenes genésicas y transformadoras donde impera la vitalidad del rojo, y esta experiencia subjetiva termina en un despertar para encontrarse en soledad total con la inmensidad de la selva, aprendiendo una lección que desnuda al soberbio hombre occidental para ponerlo otra vez frente a lo insondable y majestuoso del universo.

Esa ciencia “universal” de Occidente tendría que aprender a ser humilde, y a reconocer en alguna medida –eso nos lo enseña el filme- el valor de la naturaleza no como un “recurso natural”, sino como un hábitat fundamental, como nuestro alfa y omega, como presencia divina que nos educa por medio de estrellas y culebras, de ríos y jaguares, de plantas y selvas, para evidenciar un sentido de la vida y de la unión del hombre con el cosmos. Por ello, antes que orientarnos con los mapas, los hombres amazónicos nos invitan a escuchar y seguir los ritmos de la jungla, mientras se canta al unísono, desde la ritualidad sensible y espiritual a la vez. Ya en su encuentro con Theodor, el joven Karamakate explicó la intencionalidad del mito del abrazo de la serpiente, como un envolvimiento mismo del universo sobre el hombre, y nunca como si ese universo pudiese ser un objeto puro de conocimiento, tal y como existe para el positivismo lógico y empírico de la ciencia occidental. Al ver la serpiente que saca a sus crías de su vientre y puede incluso comerlas, sentimos esa concreción del imponente animal que deviene en elaboración mítica y espiritual humana, pues la anaconda es como las constelaciones y las estrellas que se acercan a nosotros hasta engendrarnos y devorarnos, si es el caso; y en suma, son nuestro origen –como lo sabe teoréticamente la ciencia actual que conecta posibles enunciados de totalidad de todas las cosas y seres-, son el eterno vaivén de la vida en la cual estamos insertos los seres humanos de una forma absolutamente polivalente y variada. Por eso mismo, la ciencia que afirma que dos más dos son cuatro, se queda corta ante el misterio del universo que, por más que sea escrutado con relativo éxito por esa misma ciencia, ostenta un enigma insondable en la entera medida en que podemos acogerlo en nuestro corazón, como forma total de la vida que respetamos; y entonces el río no tiene dos orillas sino muchas, infinitas modalidades del aquí y el allá, del dónde y el cuándo. ¿No es la misma selva el testimonio fehaciente de ello? ¿No pierde con angustia su brújula Theodor, para quedar solo ante el infinito de la manigua? Una anaconda abraza a los hombres, en una maravillosa y aterrorizante transformación que ella encarna y retrotrae de las estrellas. La vemos parir hijos como si fueran estrellas y pelear con el jaguar que la mata para también comerla. El sentido del mito apunta a la unidad de todo y al lugar del hombre en el orbe. Al final el filme insiste en mostrar estrellas que discurren por el cielo, luego de la lección que el viejo Karamakate le dio al científico norteamericano.




Las huellas de la civilización occidental

En el desarrollo de las dos líneas narrativas entreveradas, que buscan el objeto precioso que se desvanece en la misma medida en que se sugiere como algo metafísico, o en tanto es mito y presencia insoslayable, se insertan otras historias subsidiarias que refuerzan simbólicamente la gesta de Karamakate y los dos occidentales. Para cargar esa búsqueda de un sentido que se conecta con el devenir de la civilización occidental y su dominio total sobre el planeta. Y ello ocurre por medio de la religión y la ciencia, y de la contradictoria modernidad que las secunda a las dos, y aparece a los ojos de los indios como un encanto mágico en la forma de la brújula o del tocadiscos del gringo. La posibilidad de reproducir el sonido, al igual que la fotografía, destila algo espiritual captado y desdoblado mágicamente por la máquina, despierta un doble de los sentimientos y figuras de los humanos: en el caso del tocadiscos, la soledad de Schultes representada paradójicamente por medio de la celebración que la música del compositor Joseph Haydn, hace de la creación. Soledad que es contrapunto de la soledad de Karamakate, quien ha perdido a su familia, como consecuencia del delirio destructor y explotador de los caucheros (5).

Pero en su forma más enfática esa civilización occidental se manifiesta como la huella histórica y cruel de la intolerancia cristiana, bajo la anécdota de una colonia o misión de curas capuchinos, asentada en la selva del Vaupés durante la época del gobierno dictatorial de Rafael Reyes, al inicio del siglo XX; he aquí otro precioso e insoslayable dato histórico entremezclado narrativamente con las caucherías –como poder evocador y verosímil de la fábula ficticia- . Entonces apreciamos a ese sacerdote fanático que aterra a los indios con su evangelización intolerante y cruel. Algunos dirán que eso no fue así y que se quiere caricaturizar a la Iglesia Católica, o que se trataría de un caso aislado de la Historia Grande de la Cristiandad. Mas habría que hacer el balance interpretativo con muchos rastros igualmente históricos. Nos bastaría por ahora recordar la ubicua demonización de las culturas indígenas a lo largo y ancho de la América hispana, y recordar el debate, mediando el siglo XVI, del padre De Las Casas, con el teólogo Ginés de Sepúlveda, sobre la conveniencia de evangelizar a los salvajes por la fuerza o por medio de la instrucción cariñosa y racional de la revelación cristiana. Al final triunfó de forma fehaciente la propuesta de Sepúlveda frente a la del ilustre dominico, y esta última solo fue un colofón dogmático de la primera. Y en correspondencia con aquella locura de los capuchinos, como si el tiempo marcara la decadencia del occidente cristiano, en un lapso de unos 40 años, el gringo y su acompañante amazónico vuelven y ven a unos indios bestializados por la mezcla que un profeta brasilero hace de creencias mágicas con un cristianismo degenerado. Los guardianes del fanático evocan claramente la intolerancia y crueldad del racismo norteamericano, cuando después de la guerra de secesión surgió el temible Ku Kux Klan, o quizás evoquen, con correspondencias simbólicas, a los individuos que llevan los pasos de la Semana Santa, encapuchados ellos, en las procesiones de la ciudad de Sevilla.

Todo esto es corrosiva ironía del relato que quiere interceptar la búsqueda de la preciosa planta con ciertos datos fehacientes del dominio occidental en América, o quizás deberíamos decir, en Abya Yala, precisamente porque la selva amazónica se constituye hoy como un trascendental trasfondo ambiental y cultural, en un momento en que esa misma civilización continúa con su dominio triunfante y destructor, como lo señala Santiago Castro-Gómez a propósito de la ciencia biológica de punta[6].



El blanco y negro de este filme resalta poéticamente la espuma y el brillo de las aguas que bajan tormentosas en los ríos, contrastando a las bogas bajo la sempiterna lluvia, perdidos en la inmensidad de las aguas imponentes; y los hombres se entrelazan con tonos grises negros y blancos que dan más dramatismo a la selva al eliminarle sus colores fulgurantes y variados, salvo al final, cuando estamos ante el deliro de Richard. Los rostros adquieren una magnífica expresividad, y los animales se destacan entre degradadas sombras y luces, bajo esa selva que impresiona la pupila como poesía visual para enmarcar el acontecer desgraciado de los hombres que se deben a ella o intentan inútilmente someterla. 

NOTAS

1 Theodor Koch-Grunberg fue un etnólogo que viajó por las selvas del Brasil, Venezuela y Colombia a comienzos del siglo XX acercándose a los conocimientos de indígenas Taurepán y Arekuná. Murió de malaria en la selva. Dos de sus textos son: Zwei Jahre unter den indianern: Reisen in Nordwest-brasilien (Dos años entre los indios: viajes en el noroeste de Brasil. 1903-1905), y Vom Roroima zum Orinoco. Ergebnisse einer Reise in Nordbrasilien und Venezuela in den Jahren  (Resultados de un viaje en el norte del Brasil y Venezuela en los años 1911- 1913).

 

2 El etnobotánico Richard Evans Schultes se dedicó a estudiar plantas especiales y sus relaciones culturales y cognitivas con la cultura de los indígenas, además de que investigó sobre la gran diversidad de la flora amazónica y sus intrincadas conexiones como un sistema total. Además, se preocupó por su conservación. Este científico pensaba que se podrían domesticar por lo menos 70 plantas para hacer productos en beneficio de la humanidad. Tomado de web biblioteca Luis Ángel Arango, autora: Sonia Archila.

 

3 Una intertextualidad es el filme argentino Prisioneros de la tierra (Mario Soffici. 1939), que se basa en algunos cuentos del escritor uruguayo Horacio Quiroga, y donde la selva relumbra como la gran vorágine que hay que dominar, junto con los nativos, para la explotación imperial y capitalista en torno a la yerba mate. Y donde igualmente, el encuentro con la naturaleza devora a los hombres porque ella destila enfermedad y desgracias. Esta historia se sitúa en la segunda década del siglo XX, cuando el imperialismo norteamericano y europeo extendían sus redes por todas las Américas y se entregaban a la Gran Guerra de los años catorce. Otra referencia puede ser la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad y la versión fílmica de Francis Ford Coppola. Para el hombre occidental pareciera que la selva existe “entre” la emergencia de la locura o el dominio técnico y capitalista.

 

4 De acuerdo con Edgar Morin la fotografía proyecta, como fotogenia, el espíritu humano en la figuración corpórea captada por la química y la luz, y ello despierta los dobles que ancestralmente están con nosotros, como espíritus y fantasmas que nos sobreviven y acompañan por siempre. Pero la magia destila también “alma”, y es forma de la estética en la modernidad, precisamente a través del cine y la fotografía. Confr. El cine o el hombre imaginario, Seix Barral. Barcelona. 1972. 

 

5 Se trata de una posible intertextualidad para trabajar es también la que ofrece la novela La Vorágine de José Eustasio de Rivera. En la novela, junto con la explotación del caucho, generadora de tantas desgracias, está igualmente ese sentimiento contradictorio del hombre occidental ante la selva: “la selva trastorna al hombre desarrollándose los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre”. (P. 187). “Nadie ha sabido cuál es la causa del misterio que nos traiciona cuando vagamos en la selva. Sin embargo, creo acertar en la explicación: cualquiera de estos árboles se amansaría, tonándose amistoso y hasta risueño, en un parque, en un camino, en una llanura donde nadie lo sangrara y lo persiguiera”. P. 240. “Entretanto la tierra cumple las sucesivas renovaciones: al pie del coloso que se derrumba, el germen que brota; en medio de las mismas, el polen que vuela; y por todas partes el hálito del fermento, los vapores calientes en la penumbra, el sopor de la muerte, el marasmo de la procreación”. P 241. “Esta selva sádica y virgen procura al ánimo la alucinación del peligro próximo. El vegetal es un ser sensible cuya psicología desconocemos. En estas soledades cuando nos habla, sólo entiende su idioma el sentimiento”. P. 242. Confr. La vorágine. Editorial Montoya. Medellín. 1953.

 

6 Al elevar la pretensión de que el material biológico modificado genéticamente no es ya producto de la naturaleza sino del intelecto humano, las multinacionales reclaman el derecho de patente y reivindican como propios los beneficios económicos de su comercialización. (...) Un ejemplo de esto es el modo como las agencias globales del desarrollo consideran el tema de los “conocimientos tradicionales”. Las empresas multinacionales saben que, al estar asociados con la biodiversidad y los recursos genéticos, los conocimientos tradicionales y sus “titulares” –digamos nosotros, la planta que busca el botánico con Karamakate-, adquieren un fabuloso potencial económico y ofrecen múltiples opciones de comercialización”. Confr. La postcolonialidad explicada a los niños. Ed. Universidad del Cauca. Instituto Pensar, Universidad Javeriana. Popayán. 2005. P. 85.

 

 

 

 

 

 



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