viernes, 8 de julio de 2011

El Documental Histórico



SOBRE ALGUNOS FUNDAMENTOS DE VINCULACIÓN ENTRE EL DOCUMENTAL Y LA HISTORIA
Ponencia presentada por Guillermo Pérez La Rotta
(Universidad del Cauca. Colombia)
A la mesa redonda:  “Cine y Filosofía”
XV Congreso Interamericano de Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Lima
Enero de 2004

Nuestra voz de tierra memoria y futuro.
Filme de Marta Rodríguez y Jorge Silva


Procuramos advertir en esta reflexión, el fundamento temporal de la memoria, como trasfondo de la disciplina histórica. Igualmente buscamos evidenciar la experiencia física y perceptiva que al interior de la temporalidad y de la historia, se ofrece como presencia de los hombres en el mundo, y al mismo tiempo, meditar sobre el problema de las verdades surgidas en aquel contexto. Al iluminar estas cuestiones, intentaremos ilustrarlas a propósito del relato audiovisual, en particular del género documental.

Temporalidad y memoria


Dice Jacques Le Goff que la historia tiene como material fundamental al tiempo y que el “tiempo histórico encuentra, a un nivel muy sofisticado, el antiguo tiempo de la memoria, que atraviesa y alimenta la historia”[i]. Tomamos esas dos afirmaciones, para encauzar nuestra reflexión primeramente hacia el objetivo de mostrar la vinculación entre tiempo y memoria, con el objeto de buscar luego relaciones con la historia. ¿Qué es lo que hace posible la memoria? El hecho de que devenimos y somos en el tiempo, antes de cualquier elaboración mental y utilitaria que podamos hacer acerca de nuestra temporalidad. El tiempo es una realidad originaria, sedimentada en la presencia sensible de la intersubjetividad en el mundo. No aparece en nuestra experiencia inmediata como un antes, un ahora y un después, ya que estas partes del tiempo son pensadas, como un producto intelectual, con la intención de distinguir en aras de un dominio práctico, como cuando digo que mañana iré al teatro y debo comprar hoy boletas.  Pero en nuestra experiencia directa del tiempo, no traducimos un antes, un ahora y un después, porque el tiempo mismo de una manera singular, fluye en nuestro interior. El tiempo discurre conmigo en esta tarde en la que escribo y está enteramente a la mano. Cuando lo pienso, entonces se evidencia desde algún punto de vista, sale de su sobreentendida realidad para mí y se extiende tranquilamente hacia algún fin práctico: "debo acabar este texto a las seis de la tarde", pienso para mí. Pero como experiencia original, el tiempo es único y singularmente unido a mi ser: esto quiere decir que devengo y soy permanentemente en un presente que deja atrás su propia experiencia -que siempre queda a la mano- y se abre insistentemente a un porvenir. Pero esa imbricación del tiempo con la subjetividad ocurre en el contexto que la ancla al mundo, surge como un “campo de presencias”* en el que el cuerpo percibe las cosas. Lo que acontece en nuestro ser, tiene una consistencia física. Es una acción en la que tengo un libro ante los ojos, en la silla donde estoy sentado. No se puede recluir la experiencia del tiempo en una forma pura del pensamiento, o de una conciencia que existe sólo para sí, porque entonces el tiempo empieza a ser una abstracción. La realidad del tiempo es un devenir de nuestro ser unido activa y corporalmente a las cosas. La singularidad del tiempo se ejerce en tanto nuestro ser permanece y deviene anclado en un contexto, en el que se cruzan la virtualidad del cuerpo y la realidad del mundo, para generar una presencia tangible, y sin embargo tan familiar que se nos escapa.

En el seno de la singularidad del tiempo se perfilan sus partes en un movimiento perpetuo. Mi presente está aquí jalonándome en lo que hago ahora, vertiéndose en cada gesto, pensamiento o acción, y de una manera esencial ese presente va  hacia adelante, más acá de las ideas o sueños que pueda tener sobre el futuro. Igualmente, advierto que mi presente se deslíe, se esfuma, para dejar atrás algo que se hunde y no obstante queda a la mano, lo retengo y pasa en mi ser. La serie de los momentos de nuestro ser no se sucede linealmente; tiene la textura de un red, pues a cada instante que surge, otro le ha antecedido, no para desaparecer sino para existir virtualmente, generando una densidad de nuestra existencia, hasta perderse en la frontera del olvido, por lo demás recuperable parcialmente por la memoria.  En el seno mismo de la temporalidad, es decir, en su devenir, pueden destacarse pasado, presente y futuro. La red que teje el tiempo, es por ejemplo recuerdo retomado, vibrando en un presente, de este modo se vuelve a conectar vitalmente el ayer y el hoy, se desmadeja nuevamente en lo imaginario la urdimbre del tiempo, recreando los sucesos vitales y físicos que van del ayer al hoy. Un olor puede despertar los recuerdos de vivencias y acontecimientos que ocurrieron en el pasado. De la misma manera, el futuro no es sólo lo que podemos soñar, sino un estar abierto, un cauce que sigue la vida, un poco al azar, un tanto agarrada a nuestras intenciones. Lo que hacemos hoy, tiene el sello de lo porvenir. La singularidad del tiempo comporta entonces una referencia interna de sus partes, surgen la una de la otra como capas de una cebolla que no cesa de conformarse, y no son momentos exteriores unos a otros: pasado, presente y futuro se involucran en devenir, de modo que el presente, siempre tangible como “campo de presencia”, viene de atrás y se dirige hacia adelante. Una progresiva maduración de futuro llega siempre en persona como abrir de ojos infantil que siente una magia del ser, y el presente realiza aquel futuro, para traspasarlo y conservarlo de diferentes formas hacia, y en el pasado; éste es reserva -como olvido, recuerdo o experiencia- disponible para ser retrotraída al presente, de modo que en cierta parte de la red en la que se entrecruzan una vivencia dejada atrás con mi ser de ahora, palpamos la existencia como algo vivo. Por eso podemos decir que el tiempo permanece como la marca entrañable de nuestra propia vida. La temporalidad implica que ser, como vida corporal en el mundo, y pasar, como devenir que se recoge a sí mismo, son sinónimos.

Memoria, historia y sentido

El tiempo se mueve en persona a medida que los hombres nos desplegamos como seres en el mundo. Por ello, el pasado opera activamente en el presente de variadas maneras; en un sentido, nuestro ser actual no es sino el resultado de una interminable red de vivencias que pueden estar o no a la mano para ser retrotraídas, según la caprichosa experiencia de nuestro presente. Pero en todo caso, tenemos la oportunidad de evocar vivencias propias y anteriores, por obra del recuerdo, para recreamos en la actualidad con novedad y explicar la propia condición, pues lo que somos hoy tiene una secreta conexión, siempre en reserva, con aquello que fuimos ayer, relación que sólo se puede entrever bajo una sedimentación relativamente oculta de acontecimientos y hechos que no resultan por sí mismos relacionados coherentemente y tampoco aparecen como definitivos. No es posible descubrir a la luz explicativa todas las capas de vivencia pasada que hemos constituido como seres, ni dentro de la historia de un individuo, ni dentro del devenir de una sociedad, porque lo que se ha vívido es en buena medida oscuro y variado. Pero basta con que actualicemos conscientemente ese sentido original de la temporalidad para intentar repetidamente explicar nuestra historicidad, o para abrirla en diferentes direcciones vitales que urgen a quien indaga por el pasado. Además, en tanto que el tiempo se mueve todo él, y jalona hacia adelante para cristalizar nuevas dimensiones de ser, es posible evocar y explicar repetidas veces el pasado para vivir y decir nuevas cosas en el seno de la relación que somos junto con él, de modo que la historia personal y colectiva aparece como una constante e interminable reinterpretación de sentidos, siempre renovados de acuerdo a las necesidades existenciales actuales de quienes realizan una interpretación en un momento dado del tiempo. Es así como entre las múltiples interpretaciones que surgen del pasado, resalta una actitud original que las secunda como raíz, pues al recordar o explicar, se ilumina el curso mismo del tiempo, su condición de devenir que no se detiene y se recobra a sí mismo indefinidamente en la actualidad y hacia adelante: la memoria, vivida como actualidad, tiene internamente la certeza secreta de que por el hecho mismo de hacer palpitar con intensidad el tiempo, está preñada de recreación de la vida.

Postulamos que esa experiencia del tiempo y su sentido alimenta y motiva el esfuerzo continuado de rigor explicativo que alienta la disciplina de la historia, aunque ésta no necesariamente sea consciente de ella. El historiador la supone mientras se sustenta en ella. Porque, ¿Cuál sería la motivación que impulsa al historiador a pensar en el pasado? ¿No es acaso la secreta conciencia -como un sobreentendido- de saberse en la misma medida, tanto temporal, como partícipe necesario del devenir humano y social que lo alimenta como historiador? ¿No es porque al intentar comprender una cultura anterior lo que busca es proponer claves para descubrir el misterio de la propia actualidad de una cultura propia? Y ¿No es esa pesquisa el  viaje en un devenir que busca sondear su propio curso como mirada interior? Quizás, desde allí podamos entrever en el fondo del rigor y la hermenéutica histórica la necesidad ineludible de una filosofía de la historia,  no como una metafísica que piensa explícitamente un sentido absoluto y definitivo de la historia, sino como un supuesto necesario de la interpretación: el historiador no puede eludir su inclusión, como alguien que explica, en el sentido del tiempo, aspira a enriquecer una exactitud positiva y constructiva del tiempo en su discurrir, que nos manifieste algunas verdades de su sentido. Pero tras esta ficción necesaria se esconde aún otro elemento crucial que secunda la construcción del sentido y la verdad: queremos comprendernos y reconocernos en la historia, volver a compenetrarnos reflexivamente con nuestra evidente temporalidad, saber quiénes somos, descifrar la realidad en movimiento de una cultura, esa que inalienablemente se esparce más allá de cualquier talante disciplinario y nos atraviesa desde que nacemos en un espacio y un tiempo hasta que morimos. Finalmente, diremos que esos sentidos, interesan existencial y políticamente. No importa tanto que la verdad de la explicación histórica sea ésta o aquella, sino para qué sirve a un grupo social, a qué urgencias responde, que intenciones realiza, cómo posibilita seguir existiendo, de qué manera se ejerce como instrumento de poder y reconocimiento social. Y en el curso mismo de la historia, unas interpretaciones dejarán paso a otras, pero siempre en un juego en el que éstas se deben por caminos singulares a aquellas. Las interpretaciones del historiador suponen una distancia crítica entre lo que él construye como sentido y la realidad de los hechos, -hechos que por otra parte no existen en bruto, sino como una significación realizada por otros, acerca de la realidad o los acontecimientos- distancia que aparece como producto de su análisis y su ideología,  y por ende también un trecho significativo entre su visión de una cultura del pasado y ésta de la cual hace parte; pero tal distancia, agenciada ideológicamente, no podrá ser valorada de tal forma que le lleve a suponer que ha logrado tejer una verdad total desde su parcial perspectiva[ii], o que le haga creer en el espejismo de un abismo insalvable entre los hombres del ayer y los de la actualidad[iii]. El historiador sólo interpreta, y con ello se ubica entre lo posible y lo positivo, entre el pensamiento y la realidad, ante el ayer y en el hoy, con una pulsión esencial de tiempo en su pensamiento, como cualidad de su conciencia histórica. Pero insistamos, dicha conciencia histórica no puede ser sino provisional, en tanto es sustancia y carne del sentido del tiempo; así, para unas condiciones - sociales, económicas, religiosas, políticas, étnicas- de una cultura, surgirán dialécticamente muchas interpretaciones que buscan afirmar y comprender esa cultura en su historicidad; es posible que busquen trascender por la crítica, pero también es frecuente que la conciencia histórica sea conservadora y utilice la visión del pasado para perpetuar un dominio al interior de la sociedad[iv].

Las verdades de la historia y su manifestación en el campo de presencias

Destaquemos  ahora la afirmación que hicimos anteriormente sobre el devenir humano como un despliegue en el “campo de presencias”. La realidad del tiempo aparece siempre en el mundo, de modo que a la vez que las vivencias humanas ocurren como un incidente interno del espíritu, están volcadas en nuestro entorno mundano[v] inmanente a nuestros avatares. La temporalidad encarna en las relaciones que los hombres establecen entre sí y con su mundo natural y social. Ello ocurre en distintos ámbitos, desde la original manera como nuestro ser corpóreo asume significativamente el entorno físico, y entonces, al recordar un incidente del ayer, la imaginación retrotrae gestos, palabras, acciones y presencias de cosas y hombres que se ofrecieron como acontecer; hasta las huellas dejadas por culturas anteriores como testimonio de su presencia intersubjetiva: templos, utensilios, textos, ruinas, restos humanos, son posibles índices de esa entremezcla temporal entre hombres y mundo. Es por ello que los hombres se pueden contar lo que les aconteció, porque la memoria retrotrae un mundo y una intersubjetividad sensiblemente acontecidos, y así el que habla a otro, hace resonar en el seno de su propia dimensión actual del tiempo, un pasado que quedó latente y en reserva[vi]. Y gracias a esa recapitulación del tiempo, que se recobra a sí mismo, aquel que escucha tiene para sí al otro y lo sostiene en la escucha, en la misma medida que se sabe el que recibe[vii].

¿Cómo podemos relacionar la disciplina de la historia con éste contexto de tiempo y memoria?  Cuando el historiador construye sus explicaciones sobre una cultura del pasado, procede, bajo la interpretación de inalienables huellas sensibles y significativas, a crear un largo y laborioso argumento que intenta comunicarnos con hombres y sociedades del pasado. Para ello debe recrearlos en el mundo con el poder de su imaginación, hacerlos vivos ante nuestra sensibilidad e inteligencia; y finalmente, sobre la base de aquella recreación, crear las dimensiones de sentido, como verdades, que son el alma de aquella comunicación con el pasado; es a partir de esa verdades que él recobra el tiempo y lo ejerce como curso que se prolonga en él y su cultura. 

Postuladas estas consideraciones, intentaremos ahora iluminar la relación que guardan con el contexto básico del “campo de presencias” temporal y la manera como se manifiestan a través de algunas posibilidades narrativas de la imagen en movimiento. Un invento como el cinematógrafo, que capta figurativamente, la entremezcla kinésica y auditiva de intersubjetividad y mundo que somos, desdobla, como representación, las dimensiones de tiempo, memoria y campo sensible de presencias que somos, nos lanza nuevamente el re-descubrimiento de nuestra temporalidad y memoria, como índices sobre los que se edifica el relato fílmico. Ello se logra porque el cinematógrafo presenta una imagen directa del tiempo, un aquí y un ahora sensibles que a medida que se desenvuelven, reflejan con realismo nuestro acontecer en el mundo. La estimulación física de fotogramas que pasan 24 veces por segundo se construye, a la postre, como una continuidad que ocurre en el cerebro del espectador; es él quien transforma el movimiento físico y sincopado del proyector en una sucesión que fluye. El resultado es que el espectador tiene al frente una imagen de la vida con propiedades sensibles de realismo y movimiento que expresan ante él la duración. Hay mundo físico representado y en movimiento, pero igualmente, una intencionalidad propia de la conciencia que, al percibir el movimiento que surge en la pantalla, no experimenta que las cosas discurran desde sí mismas -aunque esta es una certeza, más hondamente, hay otra- sino que discurren para ella que se sabe a sí misma en el campo sensible de presencias que contempla.

La representación del tiempo ocasiona su desdoble. Habrá en consecuencia, un juego entre el tiempo real y el tiempo representado. La imaginación interviene para moldear la relación entre vida y representación. De este modo, en la apropiación colectiva del cinematógrafo emerge un tiempo que pertenece esencialmente a la imaginación. Consiste en que al fijar un trozo de vida en duración y convertirla en imagen, esta vida queda eternizada. Tenemos la oportunidad de deslizarnos imaginariamente en lo vivido anteriormente, porque de ello tenemos una imagen que permanece, como tiempo cristalizado. Y no podríamos jugar con tal posibilidad de lo imaginario, si originalmente en la imagen no existiese una presencia directa del tiempo. En medio de lo convencional de la imagen, la vida aparece allí con exactitud, como presencia imaginaria. Surge entonces la posibilidad imaginaria - tanto porque es imagen, como porque ella tiene un poder emanado de la convergencia de la imaginación con la percepción- de retrotraernos en el tiempo y recobrar vívidamente los sucesos pasados. Al ser registrado por la máquina, nuestro ser queda incorporado a una galería que transita por el tiempo, o mejor, que entra decididamente en la senda del tiempo; vivimos como fantasmas, entre distintas épocas; apreciados por distintas generaciones, surgen rostros que se convierten en mito, eternizarmos atributos morales y físicos para que unos los vean y enjuicien con extrañeza y otros miren con nostalgia aquello que los motivó a pensar y sentir de una forma. El rostro de las divas, la fisonomía de una ciudad, la etnografía visual de un grupo humano, la historia de un país, el mundo natural como era antes, todas las cosas y seres entran en una galería de la eternidad que naturalmente es sólo una forma de la temporalidad; la posibilidad de vernos en distintos momentos del tiempo, para motivar una conciencia histórica, y redescubrir reflexiva y emocionalmente nuestro ser, como este ser que se hace y deshace en múltiples figuras. Potenciamos el ser como imagen que encapsula nuestro decurso en el  tiempo. 

Historia y narración

A la luz de las anteriores ideas sobre tiempo, memoria, historia y “campo de presencias”, proponemos una relación entre el rigor de la disciplina histórica y las potencialidades narrativas de la imagen en movimiento, con lo cual buscamos mostrar la convergencia entre las verdades, conformada por la práctica del historiador, y el sentido mismo de lo narrativo. Encaremos primero la cuestión narrativa. En el crisol de la imagen entregada por el cinematógrafo existe como germen el carácter temporal de los relatos. Las imágenes presentizan el pasado, cuando las asumimos como “imágenes de archivo” que retrotraen un tiempo anterior, de modo que se puede suscitar un diálogo entre presente y pasado[viii]. El nacimiento del documental histórico se da, como un primer paso de su desarrollo, a partir del reconocimiento de las imágenes de archivo, como expresiones visuales de un pasado cercano, que entregaban el gesto de una cultura o sociedad[ix]. Son imágenes incompletas y enigmáticas, en la medida en que quizás ocultan más de lo que revelan, pero aquello que revelan es tan diáfano y directo, que urge como evidencia hacia lo que está escondido, y es espíritu de una sociedad o un grupo humano. Exigen por ello la investigación, en los múltiples sentidos en que ella se puede desplegar. Pero las imágenes pueden integrar el sonido, y con ello se produce una revolución significativa en la narración audiovisual; el valor de la oralidad vuelve a tener la importancia decisiva que Walter Benjamín le atribuye en su texto sobre “El narrador”: comunicar un sentido de la vida que se recrea y prolonga en el tiempo, tanto porque viene de atrás, como porque desde su necesaria urgencia actual, se prolonga hacia lo porvenir[x]. El cine puede recuperar, dentro de sus condiciones técnicas y expresivas, el sentido de lo que se transmite de boca en boca, como un testimonio que entrega un sentido de la existencia y da qué pensar. Pero también, el testimonio oral interviene esencialmente en la visión que construye el realizador que, como narración e interpretación, puede tener claras intenciones, aunque necesariamente está abierta a un juego de correspondencias y contraposiciones discursivas en las cuales se ejercita el pensamiento y la hermenéutica del espectador. Lo que se manifiesta, bajo estos diferentes puntos de vista, es una imagen fuertemente temporalizada, ya porque se retrotrae un pasado a través de un documento de archivo, ya porque oralmente se evoca ese pasado. Pero el testimonio puede expresar una actualidad que resuena con la del espectador. En este último caso, es importante resaltar el “valor documental” de las imágenes que sedujo a los descubridores del cine como medio expresivo y que sigue teniendo un poder mágico siempre renovado. Ese poder de captar lo insólito e irrepetible  de los acontecimientos[xi], y a la par, de favorecer una construcción meditada de los mismos, esa magia que capta la realidad, y que los primeros que reflexionaron sobre la fotografía llamaron “fotogenia”, y después Edgar Morín pensó como juego de proyección e identificación de los hombres con su mundo, como idea de “Alma”[xii], esa entremezcla incidental y kinésica de vida exterior y vida interior, que tiene todas las gradaciones del inconsciente humano, esa relación entre la realidad y el cine, la cual descubre nuevamente por obra de la cámara prosternada ante esa realidad, que la existencia es extraña y sobrecogedora, o que tiene una virtud surrealista en la que el incidente físico se encuentra a través de una chispa mágica con los aconteceres internos que viven los individuos[xiii]. Este poder sirve a diversos fines que es muy difícil clasificar, pero nos interesa resaltar que tiene un carácter importante para interpretar la historia actual, la que ocurre en el momento en que los acontecimientos se suceden. Tal cercanía, no necesariamente conlleva a la superficialidad. Lo decisivo es la profundidad con la que el documentalista es capaz de realizar un reportaje de la actualidad, porque pone en juego su capacidad analítica, narrativa, e ideológica en función de una narración. Y dentro de este espectro, se encuentra la posibilidad de descubrir una dialéctica profunda entre lo propio y lo extraño, cuando el realizador encara una cultura diferente a la de él, y tiene la misión de entrar a compartir una visión del mundo que surgirá como narración en el documental. Igualmente, vale la pena resaltar la posibilidad de hacer “puestas en escena” en función de la narración audiovisual, que sirven para evocar realistamente acontecimientos y situaciones pasadas. Desde este punto de vista, la cercanía geográfica o espacial con el entorno en el cual ocurrieron ciertos eventos, promueve un sentido de autenticidad y verdad decisivos, que proviene del carácter original del “campo de presencias” donde discurrimos como seres temporales[xiv]. 

Si ponderamos de una forma genérica las potencialidades narrativas que entran en juego en el documental, podemos decir, en primer lugar que están en función de reflejar y intensificar la vida, de modo que nos conduzcan a una dimensión libre y propia de la ficción. De acuerdo con este sentido, se juegan como productos imaginarios que nos elevan sobre la vida real y transmiten un sentido onírico, suelto, libre.[xv] Sin embargo tales potencialidades parten, y están en función del carácter documental de los acontecimientos, produciendo una entremezcla entre el valor ficticio -ya de por sí, intensificador de la vida- y el valor propiamente documental, que quiere ceñirse al testimonio inalienable de unos acontecimientos verdaderamente ocurridos. Esa mezcla produce un tono del documental: sabemos que no soñamos como en la ficción, tenemos la certeza de la facticidad de los eventos, pero tienen el halo de un cuento o un drama, se trata de una narración, de un testimonio de la vida absolutamente desnuda, tremenda, nostálgica, feliz, o risible; entonces entramos en esa misma existencia doblemente, -por ser imagen que destila, como decíamos, lo imaginario mismo en un relato que testimonia la realidad-  de una forma más plena, que pide que pensemos, y no detengamos el curso de la visión sólo en el pathos, sino que aquel continúe hasta la reflexión urgida por su cercanía con el misterio de la vida. Reluce a estas alturas, la cuestión que planteamos anteriormente a partir de un texto de Walter Benjamín, (cita número cinco): en un sentido de proximidad, el documental obra frente al espectador como el narrador obra frente a quien le escucha: dice su verdad del mundo, parte de unos hechos acaecidos para interpretarlos, bajo el tamíz de una ideología que se transparenta en el texto, pero también bajo el tamiz de ese mismo texto que tiene un carácter retórico, y estiliza la vida en la misma medida que la intensifica, porque descubre la cadena dramática o épica, intimista o expresiva de las acciones de los hombres[xvi]. El documental entroniza al hombre, como ser que es medio y fin de sus propias acciones. Revela precisamente eso: sus acciones. Y en el medio técnico que, por obra de su artificio perceptivo nos puede distanciar de esa Humanitas[xvii], y por su servicio al poder comercial y político, nos puede llevar a asumir pasivamente una visión del mundo, encontramos igualmente que esa misma potencialidad expresiva y masiva, se ofrece para el redescubrimiento de esa Humanitas, por obra del discernimiento que puede existir al interior de la expresión audiovisual, donde se conjuga reflexión, tecnicismo, cultura y narración, como una nueva forma de pensar y prolongar el pensamiento, pero también porque la obra está dispuesta para ejercitar la reflexión del espectador. La política tiene en el documental una arena, donde se decide, como en otros medios, el ejercicio de un poder emanado de unas verdades que interesan a los hombres.

Es este artificio que hemos descrito someramente en sus potencialidades temporales y narrativas, el que se puede apropiar como un instrumento de la praxis del historiador, en dos sentidos: primero porque el historiador puede utilizarlo para encarar nuevamente la comprensión del pasado; pero esta vez, enfrenta tal posibilidad a partir de una imagen que es entremezcla visual, kinésica y auditiva, de la presencia significativa de los hombres en el mundo y del mundo en los hombres. Retomamos nuevamente aquel desarrollo anterior donde planteamos el problema del tiempo como “campo de presencias” que discurren en el tiempo. Esas presencias, hechas imagen, hablan tanto al historiador que intenta ser realizador, cuando vive y piensa una cultura anterior o actual, como al espectador, cuando interpreta un documental. En realidad, esas presencias son, igual que un papiro, un viejo texto, un trozo de cerámica, o un evento de la actualidad, tiempo cristalizado y reencontrado, listo para ser pensado, asimilado y narrado, dispuesto a integrarse en un discurso, en el cual el núcleo temporal se explaya como movimiento en el que sus partes se compenetran narrativa y hermenéuticamente unas con otras. Y en el seno de ese proceso, está la praxis del historiador y del realizador, que se perfilan como medio de una conciencia histórica.  Y si bien es posible que dichas presencias no existan como testimonio directo -es decir, como imágenes de archivo-, pueden ser evocadas y traducidas en el medio asimilador de otros textos a través de los cuales, hacemos presente una realidad pasada desde la actualidad de quienes viven y piensan su propia historia[xviii]; esos textos son una relación hermenéutica tejida por el historiador y el narrador audiovisual: la cultura material y espiritual de un pueblo, la interpretación del historiador, las puestas en escena, los testimonios orales, todos voces y gestos susceptibles de integrar narrativamente un mundo y una explicación historiográfica. Al interior del relato interviene la interpretación del historiador, bajo el foco del rigor de sus investigaciones, aunque no con la forma escrita del argumento propio de un ensayo; pero es posible guardar el espíritu de una interpretación para traducirlo en un relato audiovisual. La demostración que se explaya en un texto escrito tiene sin embargo unos alcances y especificidades que no pueden ser desarrollados íntegramente por un audiovisual, ya que la posibilidad de construir un cuadro explicativo de una época, tiene numerosas determinaciones argumentativas, estadísticas y bibliográficas, que proyectan y dan forma al rigor explicativo de la práctica historiográfica. De cualquier forma, este rigor explicativo tiene en su interior un principio narrativo que lo alienta, en tanto el historiador intenta dar la dimensión integral y vívida de una cultura[xix].

En segundo lugar, la interpretación que el historiador hace tiene un carácter temporal, como verdad que es de su tiempo y de los prejuicios que le atañen. Esa verdad le sirve utilitariamente a él, a sus colegas y a una comunidad, como visión en la que se construye un sentido del tiempo para reconocerse en él. Desde este punto de vista, el planteamiento de verdades se juega en una confrontación política y existencial, se despliega como posibilidad de poder y realización de un proyecto ideológico, como una toma de conciencia en el tiempo[xx]. En el contexto de un documental, este proceso puede ser un movimiento polifónico donde intervienen muchas voces, pero siempre es fundamental la intervención explícita o implícita del realizador-historiador. Por otra parte, de acuerdo a un principio de retórica presente en el relato, interesa sobre todo que el espectador pueda construir su propia visión del asunto narrado, y los recursos de los cuales dispone quien realiza un documental, son tan variados que permiten crear esa posibilidad de descubrimiento. Pero esta lógica abraza a cualquier texto que tenga una mediana construcción como forma del pensamiento. El texto o relato, en su formalidad y sentido que obran como universo soberano, tiene su razón de ser en el hecho de que existe para ser interpretado y re-creado por un lector o espectador. Finalmente, en el desarrollo crítico de esas verdades del texto, realizado por obra de quienes lo asumen y descifran, se comparte y cuestiona un mundo, como un sentido que urge a interpretar el curso temporal en la historia, y así se cristaliza una selecta forma de conciencia y existencia temporal: desde el presente que es un momento privilegiado del tiempo, se retrotrae la vida anterior, para actualizarla hermenéuticamente y abrirla nuevamente a lo porvenir[xxi]. 


Popayán, Diciembre de 2003.


* “Campo de Presencias” es una expresión de Maurice Merleau-Ponty para referirse a la condición unitaria del tiempo, a la compenetración explícita o virtual de los momentos del tiempo como dimensiones del ser humano, y a la vez, a la realidad del tiempo como una experiencia en el mundo sensible y significativo de los hombres. Esta consideración es desarrollada a la luz de aportes fundamentales de Husserl y también de Heideigger. Cf. MERLEAU-PONTY, Maurice, Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península, 1975, p. 423 y sts.”



[i]  LE GOFF, Jacques, Pensar la historia,  Barcelona, Paidós,1997, p 14
[ii] El historiador, como cualquier intérprete de una sociedad, tiene supuestos que no puede eludir. Este arduo problema de las ciencias humanas, ha sido meditado desde múltiples perspectivas. Pero bajo ciertas ideologías que se comprenden a sí mismas como poseedoras de la verdad, se llega a la ilusión dominante de creer que su verdad orienta el curso de la historia.  Este tipo de argumento es frecuente como fuente primitiva de poder; responde a la creencia por parte de religiones e ideologías, en una verdad total, que se realiza y actualiza desde siempre en los tiempos. Tiene un irresistible tono doctrinario y fanático que ciega para la praxis tolerante e instaura dominios destructivos.
[iii]  Sobre esta cuestión dice Le Goff: “Esta dependencia de la historia del pasado respecto del presente debe inducir al historiador a tomar algunas precauciones. Ella es inevitable y legítima en la medida en que el pasado no deja de vivir y de hacerse presente. Pero esta larga duración del pasado no debe impedir al historiador tomar sus distancias del pasado, distancias reverenciales, necesarias para respetarlo y evitar el anacronismo. J. Le Goff, opa. cita, Pensar la historia, p 28 y 29.
[iv]  Este es un problema que tiene variadas implicaciones. Remite a la cuestión de la verdad filosófica o teórica que se expresa en una concepción historiográfica. En este texto mantenemos un criterio hermenéutico sobre la verdad, la entendemos abierta y en discusión, radicalmente temporal, y como problema vital de un grupo o individuo. Pero no podemos soslayar el aspecto contradictorio y crítico de la verdad, según se exprese por un grupo o sector dominante de la sociedad, o bajo el esfuerzo del pensamiento negativo.  En este sentido, podemos considerar, con la “Teoría Crítica” que hay intereses emancipativos. Jürgen Habermas dedica un esfuerzo importante para justificar desde la filosofía el interés emancipativo. Pero hay una conspicua divergencia de este planteamiento, que nos hace ver que en la tradición hay fuentes selectas de la humanidad; Hans Georg Gadamer hace este ejercicio filosófico de pensar el presente en sus conexiones vitales y necesarias con un pasado selecto.
[v] Esa relación entre vivencias y entorno mundano, puede caracterizarse desde lo que la fenomenología ha llamado intencionalidad, esa entremezcla de subjetividad y mundo que es paradójica y se convierte en objeto de investigación filosófica, desde múltiples perspectivas. No hay, en todo caso, Sujetos y Mundo, sino relaciones significativas que tienen un lado mundano y otro intersubjetivo, pero que están en natural entremezcla. El tiempo sería una de esas intencionalidades primordiales que encauzan esencial y existencialmente al hombre como un ser-del- mundo. Confr. MERLAU-PONTY, M. Op. Cit.  ps 16 a 20  y 432 y stes.
[vi]  La relación entre pasado y presente, configurada por la memoria, plantea, en su enorme complejidad humana, una vinculación entre lo que se olvida y lo que se recuerda, que ha sido pensada por el psicoanálisis con gran profundidad. Podemos decir, desde esa perspectiva amplia del psicoanálisis, que no es posible, ni recomendable, recobrar todo el pasado, que lo que se olvida, está en reserva, para ser dinámicamente asumido en un momento del tiempo; y esa posibilidad de recobrar tiene que ver con dimensiones que escapan a la conciencia racional, pero, en el contexto de ese abismo del ser, está el tiempo homogéneamente, fluidamente constituyendo nuestro ser, en las vivencias que se suceden y acumulan como devenir. 
[vii]  Compartimos la concepción de Walter Benjamín sobre el carácter de la narración, en tres sentidos cruciales: primero, que la experiencia se transmite originalmente de boca en boca y ello es la fuente de la que se han servido los narradores. Esta dimensión remarca la intersubjetividad de la comunicación humana. Segundo, que la experiencia transmitida tiene un carácter épico, en el sentido de que lo que se transmite es un “consejo” ( ...) ” como una propuesta referida a la continuación de una historia en curso”. Con ello se advierte el entretejimiento entre contar historias y el sentido práctico y ético de ese ejercicio, tallado en la intersubjetividad humana; y por último, que el núcleo comunicativo anteriormente descrito, es la fuente de la historiografía. En palabras de Benjamín: “Todo examen de una forma épica determinada tiene que ver con la relación que esa forma guarda con la historiografía. En efecto, hay que proseguir y preguntarse si la historiografía no representa acaso, el punto de indiferencia creativa entre todas las formas épicas. En tal caso, la historia escrita sería a las formas épicas, lo que la luz blanca es a los colores del espectro.” Posteriormente, nuestro autor, destaca a la crónica como la forma más pura de narración y de historia. Estas consideraciones son esenciales, en tanto nos permiten entrever la vinculación original entre temporalidad, memoria, historia, crónica y sentido de la verdad, aspectos estos que intentamos relacionar en esta ponencia. Confr. BENJAMÍN, Walter, “El Narrador”, en Iluminaciones IV,  Madrid, Taurus, 1991, ps 112, 114 y 122
[viii]  Existen  dos documentales en Colombia que ha seleccionado imágenes antiguas de este país, creando un fresco evocador de nuestra historia, con múltiples connotaciones, según la cultura y el sentir del espectador. El documental de Carlos Santa: “Fragmentos”, nos  revela con nostalgia y sentimiento, episodios, actualidades, moda, geografía, política, celebridades de la primera mitad del siglo XX, que el espectador va descifrando de acuerdo a su criterio, como proceso histórico. También está el documental Más allá de la tragedia del silencio,  sobre le nacimiento del cine sonoro en Colombia, realizado por Jorge Nieto y Luis Ospina.
[ix] Según Erik Barnouw, después de la Segunda Guerra Mundial, nace la crónica histórica, cuando se empieza a utilizar el material de archivo, que regularmente se veía ridículo ante los ojos actuales, por su imperfección de cámara rápida. El uso de material con valor histórico durante la guerra, despertó el interés histórico. Pero las imágenes de archivo no son el único núcleo válido para hacer un documental histórico. También son importantes, los archivos fotográficos, los iconos antiguos, los manuscritos y objetos del pasado, que son testimonios vivos de la historicidad. Alrededor de estas posibilidades surgieron importantes variantes documentales historiográficas. BARNOUW, Erik, El documental, historia y estilo.  Barcelona, Gedisa, 1993. pg. 178 y stes.
[x]  Algunos de los documentales de Oscar Campo, realizador colombiano, ostentan una narración centralizada alrededor del testimonio oral, que tiene una entraña imaginaria y auténtica, manifestada por quien expresa su visión del mundo. La imagen ambienta y proyecta simbólicamente el sentido destilado desde la oralidad. Un ejemplo conocido por nosotros es El proyecto del diablo, en donde un hombre marginado cuenta su propia historia de destrucción y nihilismo, frente a una sociedad que considera decadente de todos sus valores.  En contraste con la radicalidad en esta historia urbana, dos documentales mejicanos, Del olvido al no me acuerdo (de Juan Carlos Rulfo) y Pueblo en vilo, (de Patricia Guzmán) reflexionan sobre la relación histórica entre el campo y la ciudad.  El primero logra entregar una vivencia del pasado contrastante con una modernidad que quisiera desecharlo.  Pero en la voz y presencia de esos viejos que narran su vida en pequeños retazos, persevera un sentido del tiempo y la historia que retrotraen con fuerza la plenitud de la vida anterior, y su corrosión por el presente. En los testimonios de los viejos se advierte una compenetración ontológica entre el entorno físico y la interioridad, que discurre sutilmente hacia la muerte. El segundo cuenta la historia de Méjico en la primera mitad del siglo XX, a la luz de los testimonios de los habitantes de un pequeño pueblo y de la recreación de esa vida anterior y pueblerina por el libro del escritor Luis González.  Se recupera en este documental, la posibilidad de iluminar la historia de una nación, a la luz de la singularidad de la memoria oral y personal.  
[xi] Dziga Vertov desarrolló una teoría en torno a esa relación potente y mágica de la cámara con la realidad. Pensaba ingenuamente en la posibilidad de desvelar una verdad íntegra. Pero tras su empeño teórico, logró en la práctica, documentos deslumbrantes que obedecen a la capacidad para revelar, a la posibilidad de construir un discurso delirante acerca de la realidad, a la convergencia íntima con ella, por parte de un realizador que naturalmente no está construyendo una verdad total que no existe, pero sí una verdad poética, producto de su fantasía que mira a través del ojo de la cámara y utiliza el montaje como una fuente de narración surreal, onírica y libertaria.
[xii] Confr. MORIN, Edgar. El cine o el hombre imaginario.  Barcelona, Seix Barral, 1972. pgs  127 y 128
[xiii] Benjamín caracteriza lúcidamente esa virtud surrealista de encuentro mágico entre lo externo y lo interno así: “allí donde una acción sea ella misma la imagen, la establezca de por sí, la arrebate y la devore, donde la cercanía se pierda de vista, es donde se abrirá el ámbito de imágenes buscado, el mundo de la actualidad integral y polifacética en el cual no hay aposento noble, en una palabra, el ámbito en el cual el materialismo político y la criatura física comparten al hombre interior, la psique, el individuo, según una justicia dialéctica. (...) Pero  tras esa destrucción dialéctica el ámbito se hace más concreto, se hace ámbito de imágenes: ámbito corporal.” BENJAMIN, Walter. El surrealismo, última instantánea de la inteligencia europea. Madrid. Taurus. 1980. p. 61
[xiv]  Ejemplos de esta posibilidad pueden ser el documental de Discovery sobre los viajes de Humboldt, que naturalmente vuelve a hacer el recorrido de este científico por los ríos de Venezuela y las selvas y montañas del Ecuador. La travesía de Humboldt aparece siempre como “puesta en escena”. Las puestas en escena de Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, de Marta Rodríguez y Jorge Silva, logran ambientar de una forma convincente y definitiva para el relato, la visión mítica y subversiva de los indios, en su mirada crítica sobre el conquistador y el opresor.
[xv]  Jacques Aumont plantea con claridad esta idea: El espectador de un documental científico no se comporta de forma muy diferente al de una película de ficción: suspende toda actividad porque el filme no es la realidad y por tanto permite diferir cualquier acto, cualquier conducta. Como su nombre lo indica, también entra en el espectáculo. Confr. AUMONT, J, y Otros. Estética del cine. Barcelona, Paidós, 1985. pg. 100 y stes.
[xvi] Aristóteles había caracterizado el poder del drama en este sentido, que estimamos crucial para la narración del cine. En su estudio introductorio a la Poética, Juan David García Bacca plantea la cuestión en estos términos: “ Notemos los elementos de acción que entran en la definición de tragedia: 1) acción imitativa, o mimesis; 2) acción dramática, es decir, acción que están haciendo los actores a costa de acciones (...) y, por si todavía quedara alguna duda, añade Aristóteles que los actores han de estar en acción y no simplemente contar las acciones que otros hicieron (...) y tal viviente racional artístico ha de vivir con afectos y pasiones propias, las naturales del hombre, sólo que purgadas y purificadas del peso de lo real, que tan apesadumbrado y pesado hacen al hombre natural”.  GARCIA BACCA, Juan David. Introducción a la poética. En Poética, Aristóteles. México, Editores Mexicanos Unidos. 1999. pgs, 77 y 78
[xvii] Según Walter Benjamín, el cine acaba con el “aura”, esa singularidad y ritualidad que caracteriza a la obra de arte tradicional, para resaltar el valor político y masivo de la percepción fílmica. Creemos que en la reflexión de Benjamín se ilumina críticamente esa posibilidad de pensar y reencontrar la dimensión humana, bajo el desarrollo mismo de la técnica y su inclusión en el capitalismo. La política sería ese eje. Los signos positivos y negativos de esa valoración están a la vista, desde el cine comercial que impone el imperio de los Estados Unidos, hasta el cine independiente de los pueblos y regiones del mundo. En cualquier caso, se realiza un proyecto político y cultural que dimensiona identidades y diferencias. A pesar de la descomunal fuerza del cine comercial estadounidense, el cine nacional, local, e independiente es una fuerza política decisiva, y avanza con rigor, a pesar de la desprotección casi total por parte de Estados como el de Colombia. 
[xviii] El documental Sincretismo, de la serie Pueblo de Indios, logra relacionar vitalmente la religiosidad actual de los indígenas de la zona de Toribío, con el pasado histórico determinado por curas doctrineros. Se entrelaza  una relación diversa, polifónica y crítica entre la actualidad y el pasado que ostenta dimensiones vivas y reflexivas de la historia de los pueblos indígenas.
[xix]  Jacques Le Goff ilustra la relación creciente de la explicación con ciertos tipos de narración, aludiendo a un texto de Hayden White, quien “consideró la obra de los principales historiadores del siglo XIX como una pura forma retórica, un discurso narrativo en prosa. Para llegar a explicar o más bien para lograr un “efecto de explicación”, los historiadores tienen que optar entre  tres estrategias: explicación mediante argumento formal, por enredo (emplotment) y por implicación  ideológica. Dentro de ella hay cuatro modos de articulación posible para alcanzar el efecto de explicación; para  los argumentos está el formalismo, el organicismo, el mecanismo, y el contextualismo: para los enredos, la novela, la comedia, la tragedia y la sátira; para la implicación ideológica, el anarquismo, el conservadurismo, el radicalismo, y el liberalismo. La combinación específica de los modos de articulación da como resultado el “estilo” historiográfico de cada autor. J, Le Goff, Op cit., Pensar la historia,  p. 38. En las páginas siguientes Le Goff, ilustra cuestiones referentes al carácter imaginario, narrativo y metafórico de la historiografía, desde debates actuales de gran interés, frente a una idea de la “objetividad” y “verdad” que propone un talante positivista. 
[xx] En el documental Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, la cuestión del diablo es muy importante, como inversión de valores que los indios hacen de una ideología española, que cabalmente los vio originalmente como endemoniados. En El Carnero, de  Juan Rodríguez Freyle hay un interesante episodio en el que el cura doctrinero Francisco Lorenzo convence a un jeque para que le entregue un tesoro de los indios. El jeque, a pesar de ser para el español una figura maligna, integrada a la entraña del indio, puede ser convencido de que entregue el tesoro. Aunque no es el diablo cristiano en persona el que aparece, pero si un espíritu maligno, amigo de los indios. De este modo se advierte la entronización del saqueo frente a la consideración moralista del español. Con tal de obtener la guaca, hace pactos con un diablo. Después de una aventura de búsqueda, el cura logra su cometido. La visión actual de los indios del Cauca, (Colombia) parece calcada de aquel episodio, pero para demostrar ahora cómo lo demoníaco está al servicio de un poder opresor. De acuerdo a la elaboración mítica del indio sobre el diablo, el terrateniente se alía con él y recibe dinero de sus manos. Pero en el episodio del documental, el indio ha tomado conciencia de un poder maldito que es la causa de su perdición. La figura del diablo, traída por el español para negar al indio, es tomada ahora por el indígena para reconocer a su opresor, descendiente del español. Hay aquí un acto liberador de transvaloración por medio del mito. Confr.  RODRÍGUEZ FREYLE, Juan. El carnero, Bogotá, Círculo de Lectores. pg.68 y stes.
[xxi]  Esta concepción del tiempo, que hemos intentado postular en este trabajo, es asumida a su modo  por Le Goff, al referirse al carácter temporal de la historiografía: “El pasado es una construcción y una reinterpretación constante, y tiene un futuro que forma parte integrante y significativa  de la historia. Lo cual es verdad en un doble sentido. Ante todo porque el progreso de los métodos y técnicas permite pensar que una parte importante de los documentos del pasado está aún por descubrirse (.....) Pero también nuevas lecturas de documentos, frutos de un presente que nacerá en el futuro, deben asegurar una supervivencia -mejor dicho una vida- al pasado que no ha “transcurrido definitivamente”. J. Le Goff. Op. cita. Pensar la historia,  pg. 28.


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